PTYX: EIELSON EN EL CARACOL*

Renato Sandoval

Universidad Católica / Universidad de Lima

En 1948, Jorge Eduardo Eielson llega por primera vez a París y habita, por espacio de dos años, una casa muy particular donde suceden cosas absolutamente extraordinarias que, en su opinión, podrían ser contadas no en un poema sino en forma de novela o de pieza teatral. Pero nada fue escrito debido a que por ese entonces el poeta se hallaba sumergido en su obra plástica, aún en estado embrionario y que ahora ha desarrollado llegando a niveles de calidad y de tensión sin par. Tres décadas más tarde, de nuevo en París, se aloja en otra casa, bastante diferente de la anterior, pero donde también se producen hechos insólitos, lo que le causa comprensible estupor. "Mi habitación tenía una ventana desde la que veía un jardín muy tranquilo, muy bello, que era casi el mismo que yo había visto cuando vivía en la otra casa. El olor de las habitaciones cerradas era el mismo. Los ruidos los mismos. Todo era igual. La situación se recreó de tal manera que (...) salté de la cama y me puse a escribir casi como si me dictaran; ese texto se llama Ptyx" (1).

Este poema -que consta de cuarentainueve estrofas breves o estancias- sólo apareció publicado por primera vez nueve años más tarde en la segunda edición de su poesía escrita (2). Lleva ese título en homenaje al famoso "Soneto en ix", de Mallarmé, y está dedicado a Octavio Paz, quien lo tradujera y al cual dedicara un penetrante ensayo de interpretación (3). Evidentemente, el texto de Eielson tiene más de un punto de contacto con el soneto inspirador, tanto a nivel de los elementos icónicos que los habitan como de la anécdota que, como veremos más adelante, en el poema de Eielson continuará de manera extremadamente dinámica y abierta la "historia" más bien estática y hermética propuesta por el autor de La siesta de un fauno. Sin embargo, el propósito principal de este trabajo no es tanto constatar las líneas de fuerza que hermanan a ambos textos, sino detectar y seguir la línea de fuga que surge desde un primer momento del poema de Eielson llevando en su punta de lanza acaso el mismo misterio anclado en su propio origen, razón de ser de su independencia y especificidad (4).

Pero regresemos por un instante a la forma como se generó Ptyx -con su significado etimológico de pliegue y repliegue y, por extensión, de caracola (5)-, cuya consideración le proporcionaría indecible placer al fenomenólogo. Según lo declarado por el autor, éste pensó que los hechos fantásticos que ocurrían en la primera casa debían ser narrados en forma de novela o de pieza teatral mas no de poema. Las circunstancias hicieron, sin embargo, que los hechos no se plasmaran artísticamente de ninguna forma y se quedaran más bien flotando en el vacío del tiempo y del olvido. Pero el azar, jamás abolido, hará posible la plasmación del texto, al estar el poeta de nuevo en París, muchos años más tarde, en otra casa en donde, inesperadamente, vuelven a ocurrir sucesos extraordinarios.

Inevitable percibir los paralelismos que se producen en esta historia de dos capítulos: el poeta, París, una casa muy parecida a la otra, acontecimientos maravillosos semejantes. "Todo era igual", dice el autor asombrado, mientras cada uno de estos elementos parecen alinearse frente a sus pares, reflejándose indefinidamente, como en un espejo de tiempo, mientras la conciencia trata de dar en vano una explicación lógica a esos hechos. Un esquema de lo anterior sería de esta manera:

 

París 1948 <----------> París 1980

casa 1 <----------> casa 2

poeta <----------> poeta

hechos <----------> hechos

 

en donde las flechas punteadas indican la mutua relación causal entre los elementos anotados. Al mismo tiempo serían su transcurso espectral en el espejo del tiempo, siendo el olvido el motor que azarosamente los impulsa hacia su último destino.

Y este destino no será otro que la escritura del texto que ahora nos ocupa. Además, curiosamente, no se trata de una novela ni de una obra teatral, que entonces, tres décadas antes, el autor creía la manera más adecuada para dar cuenta de su peculiar experiencia, sino más bien de un texto en estado de poesía, con la envoltura de poema que en un principio su razón negara y que, no obstante, ha terminado imponiéndose a la certeza y a la voluntad del poeta de manera inexplicable. Ha sido un rapto, un impulso irrefrenable el que lo ha arrojado a la máquina de escribir, como si le dictaran, ese poema que ha debido de estar flotando, aún sin forma, en la espiral del tiempo y que de pronto, por iluminación repentina (la conciencia absoluta y deslumbrante de la identidad de los espacios y de hechos), ha reunido sus cenizas esparcidas en el espejo del olvido materializándose cual Ave Fénix.

Dicho de otro modo, al poeta en la segunda casa, como el caracol dentro de su concha, le ha llegado de pronto las ya muy ampliadas ondas de una experiencia distante, el eco repetido infinitamente como una imagen situada entre dos espejos y que ahora, por fin, resuenan con estridencia en los múltiples pliegues de su interior. Además, reminiscencias tal vez de una tercera casa, la de la infancia -la casa por excelencia-, ésa que le surge a principios de los cincuenta a mitad de un poema escrito en Roma y en donde, precursoramente, aparecen ya algunos elementos que cumplirán, transfigurados, su función regenerativa en Ptyx: las puertas y ventanas que se abren y cierran, el torbellino de ceniza, la pelota arrojada, el plato (de frijoles) en la mesa, el mar brotando por el caño de la cocina... (6).

La escritura del poema es un reencuentro no sólo con la primera casa de París, sino también con la casa de la infancia, que es la casa original. Y en el origen está el misterio del nacimiento y de la vida. Está, sobre todo, ese regreso al útero donde se halla el refugio y el añorado reposo. Las diversas casas funcionan como puentes colgantes que comunican al poeta con su pasado más remoto, con el espacio en donde el tiempo no existe porque no existe tampoco la conciencia de la existencia, y porque, al fin de cuentas, se ha llegado a la Nada.

Y por extraño que parezca, el retorno del poeta al no-ser, a la Estigia del "Soneto en ix", no es un hecho que le produzca el dolor y el desgarro que experimenta el Maestro mallarmeano, quien con la caracola, ausente ahora de la casa de las credenzas, ha descendido al averno para beber lágrimas del río del olvido y de la muerte. Por el contrario, en Ptyx el lector se habrá de confrontar con uno de los poemas más lúdicos, dinámicos y festivos del universo eielsoniano, sin que por ello deje de percibir la penumbra y el misterio que impregnan la totalidad del texto inundándolo de vitalidad y sugerencia.

Otra razón para el retorno feliz a los orígenes puede ser el reencuentro del poeta con el poema, que no con la Poesía, la cual lo ha acompañado fielmente durante toda su vida de artista. En efecto, Eielson, salvo dos o tres poemas escritos en la década de los sesenta, había dejado de escribir a fines de los cincuenta, para embarcarse, a partir de Canto visible y de Papel, en una apasionante aventura dentro de lo que se podría llamar poesía transverbal, semiótica o de códigos múltiples, que incluye la música, la escultura, la pintura, la informática, etc. El poeta que ha escrito Ptyx no es el mismo de la Angustia creadora del "Soneto en ix" quien a medianoche -la hora crítica- no puede sostener con sus lapidarias uñas de ónix (= uña) la caracola ausente que ha de contener las cenizas del sueño (léase, elán poético) quemado por el propio poeta, portador del fuego y a la vez víctima sacrificial del mismo. El hacedor de Ptyx es, en todo caso, el Fénix renacido gracias a la realización efectiva del poema, que obtiene así la restauración de su ser y el abandono de la angustia palingenésica por la paz junto con la alegría que proporciona todo acto creador. Para que el Fénix se eleve en la plenitud de su gloria, primero ha debido de consumirse hasta las cenizas en el fuego del dolor y del olvido.

De otro lado, resulta interesante constatar que la caracola ha sido y es, para muchos pueblos, símbolo de renacimiento y regeneración, lo que dota a Ptyx de un poder de sugerencia aún mayor. En ese sentido, a manera de ejemplo, podemos mencionar al padre jesuita Kircher el cual pretende que en las riberas de Sicilia, "las conchas de pescado reducidas a polvo, renacen y se reproducen si dicho polvo se riega con agua salada". El abate de Vallemont cita esta fábula como paralelo de la del fénix que renace de sus cenizas (7). He aquí, pues, un fénix del agua. Será tal vez por esta razón que hasta la época carolingia, en Europa, las sepulturas contenían a menudo conchas de caracol, alegoría de una tumba donde el hombre va a ser despertado. Lo mismo sucedía en América en las culturas precolombinas (algunas de ellas estudiadas con agudeza y devoción por el propio Eielson), que consideraban a las conchas como uno de los elementos básicos de su parafernalia funeraria (8).

Como complemento de lo anterior, habría que decir también que para los antiguos la concha era un emblema del ser humano completo, cuerpo y alma. "El simbolismo de los antiguos -dice Charbonneaux-Lassay- hizo de la concha el emblema de nuestro cuerpo, que encierra en una envoltura exterior el alma que anima al ser entero, representada por el organismo del molusco. Así, dijeron que el cuerpo se vuelve inerte cuando el alma se separa de él, lo mismo que la concha es incapaz de moverse cuando está separada de la parte que la anima" (9).

Pero es el mismo Eielson quien ha intuido de manera clara y distinta ese retorno a la existencia virtual y a la experiencia vivida mediante la composición de este poema, pues al volver a la casa el poeta ha renacido, aun cuando extraviado en el laberinto que se halla en su interior se pregunte por la salida. Arrojado de manera inexplicable a un mundo caótico y hostil, el hijo pródigo ha regresado de un largo viaje absurdamente lacerante y ahora reposa agradecido en el vientre protector. A propósito de Ptyx, el autor, en una entrevista concedida a Martha Canfield, declara: "Se trata de una suerte de regressus ad uterum, porque vuelvo a lo que era antes, a lo que he sido, a lo que quería ser y no fue, pero al mismo tiempo es un retorno pasajero, justamente, como un regressus ad uterum, que se cumple estando, al mismo tiempo, distante de todo eso, distante en el tiempo y en el espacio. El texto es un laberinto que, tratando de conducirme a la salida, a la luz, no me conduce a ninguna parte. Pero en ese recorrido, renazco, no sólo literariamente, no sólo figuradamente, sino a la verdadera vida; es una resurrección que se realiza con ayuda de la escritura. Después de veinte años de inactividad literaria, con esporádicas recaídas (sólo un par de poemas en todo ese período), ese texto es para mí un objeto extraño, incluso formalmente, que había estado incubando sin que me diera cuenta" (10).

El poeta, pues, ha regresado. Ha retornado a la casa, a la vida, a la infancia; se ha reencontrado consigo mismo y también con lo más propio: el misterio de la poesía y del amor. Luego de un largo y acaso penoso peregrinaje por las sendas perdidas de la existencia en la que nada ha cambiado, pese a la rica experiencia ganada a lo largo de tantos años de hallazgos y extravíos, de logros y fracasos, de esperanzas y desilusiones, el poeta ha vuelto al fin al hogar. Fatigado por el viaje pero dichoso de lo vivido y padecido en el mundo exterior, encuentra allí el refugio perfecto que deberá -eso piensa él- darle paz a su corazón. Apartado de los hombres, a los que ama y a la vez poco necesita, el poeta misántropo vive ahora la conciencia de su propia individualidad, gozándose en ella al tiempo que su magnífico exilio interior le permitirá, contradictoriamente, fundirse con la humanidad y el universo entero. A este respecto, Eielson se confiesa: "La casa es para mí todo esto: un lugar de aislamiento, circundado de puertas y ventanas, un lugar que me protege, como el útero materno, pero que me aprisiona y me separa de los demás. Mi horror visceral a la muchedumbre es parte de esta sintomatología. Por otra parte, el dolor causado por la pérdida de contacto con el mundo externo, paradójicamente, me acerca cada vez más a mis semejantes, que así logro percibir como individuos, como seres humanos, y no como una cifra, una muchedumbre, una masa. La única muchedumbre que, imperiosamente, me obliga a salir al exterior es el cielo estrellado". Y el autor de Canto invisible concluye exclamando, arrebatado: "No me avergüenzo ni temo al ridículo diciendo que sólo entre las estrellas, los animales, los árboles, las piedras y las flores, me siento yo mismo, es decir no me siento exiliado" (11).

Así, la casa no sólo es lugar de descanso al final del camino, sino también espacio de consolidación de la personalidad en la medida que cobija en su seno a la conciencia del poeta, quien desde su inexpugnable refugio por fin respira a salvo de cualquier posible intrusión en su hábitat impenetrable. Es además el punto axial sobre el cual giran todas las cosas y por el que el poeta accede, sin riesgo de contaminación, al mundo de los seres humanos que se desarrolla, tal vez amenazadoramente, en el exterior. En cambio, los demás seres que habitan el universo (astros, animales, plantas), por pertenecer a otras especies vitales diferentes de la humana, no representarán ningún peligro para su supervivencia, por lo que confiado y anhelante decidirá abandonar su guarida yendo al encuentro del mundo cósmico y natural. Exactamente como cierto tipo de moluscos que por temor a ser devorados jamás interactúan con los de su propia especie, entrando más bien en contacto con los de otras distintas (12), el poeta rehúye el trato directo con sus semejantes prefiriendo una existencia de intensa simbiosis con el resto del cosmos que lo habrá de arrancar de su estado cuasi permanente de exilio interior.

Por fin en su caparazón, el poeta-caracol se felicitará de estar a buen recaudo de cualquier "visita" inoportuna que pueda provenir de afuera poniendo en riesgo la paz y el orden reinantes en su propio ámbito, lo que a todas luces contrasta con la crisis y el caos del mundo exterior, y, de nuevo, como algunas caracolas en espiral que, a diferencia de otras, escapan con mayor facilidad cuando las atacan girando en su interior, del mismo modo el poeta sabrá escabullirse aun dentro de su casa por los múltiples pasadizos y corredores secretos que hay en ella cuando se percate de que su defensa frontal ha sido inesperadamente flanqueada, ya sea por elementos extraños o incluso por sí mismo:

XX

Para confundir la rabia del Gran Ojo

El Payaso rodó los muebles del Salón a la Cocina

Y los del Comedor al Jardín

Desvencijó las Ventanas y cambió de lugar las Puertas

Por ejemplo la Tercera Puerta (Comedor)

Fue rodada hasta la Séptima Puerta (Habitación Vacía)

Y en su lugar instaló la Segunda Puerta (Sala de Baño)

Con el espejo cubierto por una densa Nube

Retomando una vez más la génesis del poema, cabría anotar con respecto a las relaciones poema-concha y poema-caracol que así como la concha brota de las secreciones del molusco, del mismo modo tanto la casa, la experiencia que se tiene de ella -incluyendo la infancia- como el poema mismo brotan del interior del poeta, quien en un primer momento, antes de la epifanía poética, ha sabido lo que es que la casa lo habite a uno, que la propia infancia sea adoptada por uno, que el poema se encarne involuntariamente en uno. Todo, pues, rezuma del poeta, creador por excelencia, pues su sola existencia, al igual que la del caracol, lo lleva a construir, con sus materiales más propios, su hogar: compacto universo que, a semejanza del poema, tiene sus propias leyes, sendas y aventuras. De allí que el verdadero misterio de la concha, del poema, no esté tanto en su forma como en su formación, mágico proceso de ignotas causas cuyo origen se remonta hasta el nacimiento mismo de los tiempos. Proceso que acaso se verifica de manera insuperable en el "Soneto en ix".

Éste, en el sentido más profundo, es quizás un poema acerca de la poesía, acerca de la plenitud del discurso. La imagen final de la constelación remontando la bóveda celeste es análoga al surgimiento de las palabras en la conciencia del poeta, o bien al nacimiento de la idea. Del mismo modo, el Fénix, lampadóforo, expresaría la idea de un poema ascendiendo hacia su completa realización a partir de un aparente vacío y falta de forma. De allí que la ausencia se vuelva una cualidad real y por lo demás positiva, comunicándole al lector una experiencia de vértigo y de magna plenitud.

   
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