Pero permítasenos aproximarnos un poco más a este soneto que tantas luces nos podría dar no sólo sobre sí mismo y la poesía en general, sino además sobre el poema eielsoniano que ahora nos apela con sus múltiples réplicas y resonancias sin saber necesariamente a dónde nos habrá de conducir. Pues bien, si se acepta la idea de que un poema tiene su origen en la completa inconsciencia del poeta, tal como lo hemos visto en el nacimiento de Ptyx, (todo lo cual estaría ligado con la imagen del vacío nocturno), su realización o la real composición del poema tendrá lugar en la conciencia plena del poeta, cuando éste repare claramente en todos sus recursos y en el valor de las palabras. Y esto último correspondería a la fuerza que sentimos en el soneto mismo, aun si está construido en torno a imágenes del vacío. Para conocer el significado total de un objeto, tenemos que diluirlo. Como dijimos más arriba, para que el Fénix se eleve en toda su gloria emplumada, tendrá en principio que consumirse y ser reducido a cenizas. La idea de un poema aparece primero en forma de ruinas o de residuos fragmentarios antes de que sus imágenes sean fabricadas deliberada y artificiosamente por el poeta. Un poema será siempre la unión entre el hacedor y la palabra, pero la palabra, como dice Wallace Fowlie en su acucioso estudio sobre Mallarmé (13), es la ausencia de la cosa que ella designa; de allí que el poema sea el ingreso del poeta a un tipo de noche o de oquedad donde él termina siendo prisionero. Apunta Fowlie: "Al abandonar su habitación donde estuvo primero confinado, Mallarmé se vuelve prisionero de su propio poema" (14).

De lo anterior habría que preguntarse si Eielson, pasados los primeros momentos de paz y regocijo por su retorno a la vida, al poema y al hogar, ha empezado a sentirse aprisionado, con una leve inquietud o un asomo de desasosiego al verse inmerso en una realidad demasiado a su medida y que, como la concha del caracol, le va incluso creciendo conforme va creciendo su dueño, transformándose al mismo ritmo de las mutaciones que el poeta va experimentando a lo largo de su nueva vida. Él, quien pese a todo se había tal vez habituado a una existencia donde el azar era el motor de todas las cosas y el movimiento, innominado y perpetuo, la prueba irrefutable del ser del azar. Alguna nostalgia habrá sentido de su ágil e intenso trajinar anterior cuando el mundo, o el desamor, era un padre ausente, una madre atormentada y tormentosa, la pareja una avalancha de pasiones lacerantes y beatíficas; cuando el cosmos era un violento río de espadas, una viña quemada por el sol o quizás "el centelleo de una constelación". Ahora el mundo es sólo reminiscencia, dulce y serena, pero reminiscencia al fin. ¿Querría el poeta perdurar en ella, conformarse con revivir todos y cada uno de sus recuerdos exactamente tal como alguna vez fueron sin atreverse a modificarlos, a imaginarlos de manera que no sean ya simples recuerdos sino más bien productos de una memoria renovada, de una memoria "imaginada"? Es más, ¿sería capaz de desplazarse dentro de sí, en la medida que su semiinmovilidad debida a su actual condición moluscular así lo permita, para indagar en otras vivencias aún no "recordadas", para descubrir improbables caminos surcándole atravesadamente el interior, para rezumar en sus tuétanos ese elán vital que lo urge desde siempre y que desde siempre sin miramientos lo escuece?

Lo mismo que el caracol que nunca abandona su casa, viaje por donde viaje, el poeta, amante del camino y la aventura, no podrá sustraerse a sus impulsos más propios e iniciará un periplo de vastas latitudes sin abandonar nunca la morada actual. Consciente de sus designios, aceptará el nuevo desafío sabedor de que la casa alberga el ensueño, hospeda a la poesía y protege al soñador. La casa le permitirá soñar en paz. Y es así que gracias a ella surge un gran número de recuerdos, los cuales tienen allí el albergue que les conviene, y surgen también rutas inexploradas, misterios por descubrir, ambiguos amores y tentaciones cuyo usufructo quién sabe qué de experiencias habrán de depararle:

XI

Si bien era necesario mucho cuidado y mucho coraje

Para atravesar el Corredor Frío y Oscuro

Éste no era el único lugar temible de la Casa

En una esquina del Gran Salón dormía

La Serpiente de Piel Tornasolada

Atada por Mil Cuerdas Áureas y Pesadas

Dicho bíblicamente, en la casa ideal habrá siempre muchas moradas, y si ésta se complica un poco, si tiene un sótano y una buhardilla, muchos rincones e intrincados corredores, los "recuerdos" de la psyché o, mejor aún, de la imaginación creadora, hallarán refugios más caracterizados, más específicos y reveladores de la interioridad del soñador. Obviamente el objeto de este trabajo no es realizar un análisis sicoanalítico y sistemático de los parajes de la vida íntima del poeta, es decir, un topoanálisis, según propondría Bachelard (15). Pero, en todo caso, resulta evidente que la casa de Ptyx, aunque en apariencia sencilla y pequeña, es de una complejidad sin parangón si se tiene en cuenta no sólo los múltiples obstáculos y engañosas apariencias que hay en ella, sino también por todas las peripecias y hechos ininteligibles que allí se producen. Ambigüedad que aumenta cuando el poeta mismo se rehúsa a describirla cabalmente (sic). Lo que de otro lado resulta del todo comprensible, ya que las casas del recuerdo se resisten a toda descripción. "Describirlas equivaldría a ¡enseñarlas! -dice Bachelard-. La casa primera y oníricamente definitiva debe conservar su penumbra"(16).

Y podríamos decir que es en la sombra que se expande la mágica historia que encierra Ptyx, la cual se inicia a medianoche con el sacrificio de la Señora en la Habitación Vacía de la casa, retomando el momento en que en los dos tercetos del "Soneto en ix", del nocturno Mallarmé, aparece una ondina, recién difunta, al instante en que en el espejo se reflejan las siete estrellas de la Osa Mayor. En Ptyx, la penumbra se acentuará aún más cuando el aullido de la señora-ondina haga estallar "Las Siete Bombillas Eléctricas del Barrio" (V) (17). Las cuarentaicuatro estancias que siguen describirán entre las sombras las vicisitudes del poeta en su intento por entrar en la Habitación Vacía de la mano del Payaso, sucedáneo de Maestro mallarmeano que había ido, acaso derrotado, a beber lágrimas a la Estigia. ¿Será Ptyx, en tanto plausible segunda parte o continuación del "Soneto en ix", la instancia mediante la cual el poeta logre desentrañar el misterio que lleva desde siempre consigo? ¿Será la llave que abra el cuarto cerrado conduciéndolo a la Verdad, a la luz? Para saberlo, sigamos el nítido rastro del caracol por los vericuetos de la casa en penumbra. Jamás conoceremos el fin de la historia si nosotros mismos no nos montamos en su caparazón y compartimos con él las mismas peripecias que lo han de conducir a su (¿nuestro?) postrer destino.

Si partimos del axioma que el movimiento es el rasgo fundamental de la vida y que él es sólo posible a partir del continuo enfrentamiento de contrarios, podríamos acaso predecir que el siguiente paso, inevitable, de un ser como el caracol, que se ha replegado en sí mismo, será salir de vuelta al exterior sumergiéndose en lo más profundo de sí en búsqueda de la ansiada luz. Dicho de otro modo, el ser que se esconde, el ser que se "centra en su concha", prepara una salida que bien podría tener de fuga, de estallido o de explosión. Como señala Bachelard, "el ser prepara explosiones temporales del ser, torbellinos de ser. Las evasiones dinámicas se efectúan a partir del ser comprimido, y no en la mullida pereza del ser perezoso que sólo desea ir a emperezarse a otro lado" (18). A esto se debe el dinamismo de las imágenes de Ptyx, su carácter absoluto y categórico expresado por el uso de las mayúsculas, que al menos avisado podrían parecerle hasta excesivas. No se percibe que aquéllas se animan en realidad en la dialéctica de lo oculto y de lo manifiesto.

Pero toda fuga implica un desplazamiento no pocas veces lento y penoso por un camino, plagado de riesgos y obstáculos, que debería de conducir al exterior, lo que se complica aún más si la ruta es sinuosa, llena de pistas falsas debido al trazado laberíntico y engañoso de la construcción. De allí que se produzcan continuas marchas y contramarchas y que el evasor vea una y otra vez sus expectativas frustradas al comprender que pese a tanto avanzar ha terminado volviendo al punto de partida. Y es justo lo que le sucede al yo poético de Ptyx, quien, no obstante contar con la ayuda incondicional de su alter ego, el Payaso, que lo guía por el hostil laberinto de la casa al igual que Virgilio a Dante o la Sibila al Eneas de Virgilio en el averno, se da cuenta de que en verdad no es tan sencillo llegar a la Habitación Vacía. Más aún si el Mayordomo, sucedáneo del Señor y la Señora (¿los padres del poeta?), se comporta como el celoso y represivo Minotauro empeñado en evitar a toda costa el rescate de Ariadna, símbolo de liberación, aguardándolo impaciente en la recámara más recóndita de la casa (19).

Lo que no significa que en este permanente regreso al principio no se produzcan "pequeñas liberaciones" que harán avanzar al poeta cada vez más hacia el momento, mejor dicho, hacia el espacio donde habrá de producirse la fuga. Consideremos, por ejemplo, el funeral de la Señora cuya desaparición marca el principio de una nueva etapa en la vida amorosa del poeta (VII: "El día del Funeral hicimos el Amor como nunca"); o el hallazgo de la llave que lo habrá de conducir a la Habitación Vacía gracias al Hijo del Pescador (XXVIII); ambos cambios signados por el encuentro lúdico de los amantes, por fin unidos en su amor transgresor (20). Piénsese también, una vez superados sus pesares, en el canto luminoso y subversivo del Poeta-Payaso como forma de inicio de una existencia más libre y renovada en cada uno de los actos de la vida:

   
   

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