En la sala, entre gente que tomaba y conversaba, empecé a explicarle que la meta de mi vida era convertirme en el hombre más rico del mundo, y luego regresar al barrio de mi infancia para casarme con la chica de enfrente. Ella me dijo que qué tal era la chica de enfrente y yo le dije que tenía el mismo nombre que ella, y que eso me parecía decisivo. Y yo le pregunté que cual era la meta de su vida y ella me dijo que ser la mujer mujer más bella del mundo para regresar a su viejo barrio y darle una cachetada al chico de la casa de enfrente. Y yo le dije que ya casi era la mujer más bella del mundo y ella entonces me dijo que bueno, que estaba bien, que aunque yo era un mentiroso me merecía un premio y que por qué no íbamos a ver qué había en el cuarto del fondo, cerca de la biblioteca, y yo le dije que por qué no, que era una buena idea, que yo también estaba pensando en lo mismo, que era una genio. Entonces, en un pasillo desierto, sin decir nada, ella abrió la boca y deslizó su lengua en la mía. Y yo noté que su lengua estaba dispuesta a lamer todo cuanto encontrara. Y luego me di cuenta que la dedicación con la que obraban nuestras lenguas no respondía a un impulso sensual, sino a una prisa rara, a un apuro. Nuestras salivas estaban saturadas de mensajes. ¿Qué le decía yo a ella? ¿Qué me decía ella a mí? | ||||
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