Tupi Velázquez, Una Historia Verdadera

Dicen que Tupi Velázquez Sinchi Roca era el último inca. De estatura inusualmente elevada entre los de su especie, se imponía con su manera expansiva de avanzar. Su cabellera, muy negra, le llegaba hasta la mitad de la espalda. En su rostro, cortado a cuchillo, anidaban dos pequeños y brillantes ojos peligrosos que, por alguna razón eliminaban fácilmente cualquier resistencia en el corazón de toda mujer nacida en el Primer Mundo. Sus pómulos altos eran de bronce; su nariz recta, no aguileña, nos remitía no a la astucia sino a una extraña sensibilidad, tal vez a un dolor, a un punto vulnerable; pero esa presunción desaparecía rápidamente con el movimiento cruel y satisfecho de sus labios.

Tupi Velázquez era el príncipe de los bricheros. O sea de los que se levantan hembrichis. O sea hembritas. O sea gringuitas.

Podía exhibir una carrera repleta de satisfacciones. Había habitado París antes de soportar un invierno resplandeciente en Estocolmo. Su paso por los USA desgraciadamente no fue tan feliz, aunque consiguió visitar N.Y.

Aseguraba a sus íntimos que había participado como protagonista en muchas bodas religiosas. Le encantaban los ritos, los cirios, el olor del incienso y la mirada sagrada de los iconos. Le encantaba el interrogatorio de los sacerdotes.

Diga sí cuando quiera decir sí.

Tupi Velázquez vestía de negro como fondo a un chaleco colorido con motivos prehispánicos. Coronaba su densa cabellera con el viejo sombrero de paño de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru, su antepasado inmediato. Llevaba, además, colgado en su pecho, un medallón de oro puro que le fue entregado a su padre, y al padre de su padre, y al de éste y al de éste. Su muñeca estaba ceñida por un lazo tejido por un artesano semiciego, implacable en cada puntada.

Había visitado Roma, las ruinas de ese viejo imperio y, según aseguraban sus biógrafos, derramó una lágrima antes de empezar a besar rabiosamente a una florentina gordita que le había pagado el pasaje y el chianti.

¿Pero qué veían en él las gringas?

A un hombre que era capaz de tomarlas por la cintura y llevarlas bailando por toda la pista del Enterprise. A un verdadero peruano que se erguía como quien surge de entre los arbustos de la jungla original.

Eso veían las gringuitas y caían como moscas.