Señor Conchesumadre

Era tarde en el Enterprise. Pasadas las tres. Y ya sólo quedaban los más resistentes. Evelyn, la holandesa de sensible y aterrada belleza, novia de Memo el cajero, bailaba con Marion, su amiga íntima y compañera de viaje. Bailaban a la manera de Isadora Duncan, girando, tomándose de las manos, invadiendo toda la pista en un tributo al buen Orfeo.

Al fondo, en la parte más oscura, una pareja de nativos se acariciaba. Ella era bajita, sin formas, inquieta; él tenía un bigote delgado como una línea: no era difícil imaginar los juramentos murmurados antes de partir en busca del pecaminoso hotelito con colcha de felpa acanalada.

Entonces la puerta batiente del Enterprise dio paso a Tupi Velázquez. Cuando Tupi Velázquez aparecía, hasta Memo, el ensimismado, levantaba la vista.

Se apoyó firmemente sobre ambos pies y cerró los ojos. Dio un salto y se puso entre las dos europeas. Bailaba levantando las rodillas, agitando ambos brazos, en un gesto expansivo. Y entonces abrió el largo gabán robado en cualquier lugar de Ginebra, y atrapó a Evelyn como una planta carnívora captura a un insecto. Los parlantes estallaban con el coro de Mr. Jones de Counting Crows. Sha la la la lalalá. Y justo antes de que se consumiese la última nota, Tupi Velázquez se inclinó en una venia perfecta.

Luego enrumbó hacia la barra. Con un movimiento invisible dejó caer algo en el bolsillo de la camisa de Manuel.

-Alita de Mosca.

Y clavó la diestra, como un cuchillo, en el vientre del cantinero.

-Veinte lucas -reclamó, un segundo antes de esbozar la exacta sonrisa fraternal.

Manuel miró a derecha e izquierda y estrechó verticalmente la mano. Hizo aparecer un billete crujiente que Tupi Velázquez atrapó sin excesiva codicia.

-No pude venir ayer. El químico estaba paranoico.

Se inclinó caballerosamente y agregó:

-Tal vez pueda usted servir algo para este pobre cholito.

Por alguna razón a Manuel siempre lo trataba de usted. Era una de sus manías.

-Usted, Manuel, es un hijo de puta que se pasa la vida chupándonos la sangre -le decía, por ejemplo.

-Usted, señor conchasumadre, viva y deje vivir.

Era su manera de hablar.

Manuel tomó el último sorbo de su agua mineral y, antes de dirigirse al baño a meterse un tiro comentó, casi feliz:

-Hay que encender la luz cada noche.

Tupi lo vio alejarse. Formó una bocina con ambas manos y gritó:

-¡Y cada día!