Rubem Fonseca

Querer vivir es tan extraño como querer morir

Recientes ediciones ponen al alcance del lector avispado la obra del más importante narrador brasilero cuya extraña y seductora obra le ha ganado una legión de fieros admiradores

 Por Oswaldo Chanove

Siempre ha sido claro que en Brasil hay una tendencia hacia lo exuberante, hacia “lo mais grande du mundo”. Por eso muchos no acaban de comprender como el gran escritor brasilero de la actualidad no conduzca el coro de lamentos de su pueblo como el director conduce a la sinfónica. Y nadie entiende cómo este dotado autor no sea un hábil ingeniero que engrana estructuras con juego de tiempos, con niveles convergentes, con insólitos enlaces hacia la multiplicidad del sentido. No, Rubem Fonseca, el narrador de mayor proyección del Brasil contemporáneo, escribe historias de intriga policial en una prosa sencilla, eficiente, de asumida vocación menor. Sin embargo, en esas historias de frases cortas, de diseño frontal, se revela un universo en el que se avizora un filo trágico, vibrante, que hecha una aguda mirada a la gestualidad de la existencia, que interroga a las pulsiones del amor sexual, que estudia con fascinación la artesanía de los homicidas y el silencio final de las víctimas. Y en muchos de sus relatos, quizá en todos, la piedad se alza como una luz casi impertinente, no tanto como el despertar de la esperanza sino únicamente como terca lucidez de solitario.   

 El discreto agente

De la vida de Rubem Fonseca no se sabe mucho. Nació en 1925 en Juiz de Fora, estado de Minais Gerais, aunque desde los siete años ha residido en Río de Janeiro, cuyas calles suelen ser el campo de las torcidas intrigas de su obra. En 1948 se graduó en derecho penal, y luego estudió administración en la Fundación Getulio Vargas, y en las universidades de Nueva York y Boston. Se sabe que ha trabajado para la policía y, según fuentes que prefieren conservar el anonimato, en cierta ocasión fue incluso agente encubierto. En 1963 , a los treinta y ocho años, publicó Los Prisioneros, un libro de relatos que ya mostraba su talento para las historias cortas. Dos años después obtuvo el premio PEN Club de Brasil por El collar de Perro, y en 1970 su libro El Cobrador fue galardonado por la asociación de críticos de Sao Paulo, lo cual lo dio a conocer más allá de las fronteras de su país. Pero fue en 1973, con la críticamente aclamada novela El Caso Morel, que su fama se consolidó. El incidente de la intervención policial sobre la edición sirvió únicamente para llevar su nombre a titulares de la prensa y, para convertirlo en un autor ampliamente reconocido por la opinión pública. En 1983, con la publicación de El Gran Arte, que pronto fue traducida a los principales idiomas, y luego llevada al cine, consiguió ubicarse en un nivel protagónico en el ámbito internacional, como un auténtico autor de culto.

Fonseca también ha sido profesor universitario, periodista, crítico de cine y guionista. En 1990 publicó Agosto que transcurre durante los últimos días de la dictadura de Getúlio Vargas, y que incursiona con visibles ambiciones en la novela de aliento mayor, aunque sin lograr superar la contundencia de sus novelas cortas. A pesar de su creciente celebridad internacional no concede entrevistas, ni asiste a congresos, y sólo permite que una vieja foto se reimprima en la solapa de sus libros, que, en general, giran en torno a una intriga policial.

 La cacería

A fines de los setenta y principios de los ochenta la llamada novela negra norteamericana se convirtió en artículo de moda, entre escritores y lectores de Latinoamérica. Muchos vieron en la opción una vuelta a las raíces, ya que se trataba de utilizar una trama con incidentes extraordinarios, en oposición a la tendencia que exaltaba los conflictos de la vida interior, o los dramáticos matices de la vida cotidiana. Los recorridos, las indagaciones para desenmascarar a un criminal, se mostraron apasionantemente adecuados para revelar la pirámide de corrupción que está plantada en el centro mismo de la sociedad urbana contemporánea. El lector focaliza en los excitantes efectos de la relojería  del suspenso mientras, en el trasfondo, es impactado por el dramático paisaje donde el artero predador destroza la vida de los incautos. Un esquema ideal para acceder al éxito de librerías, y simultáneamente, cumplir con las inquietudes sociales y existenciales. Y en esto Rubem Fonseca ha demostrado hacer un trabajo con una malévola maestría que no tiene equivalente en ningún otro autor en esta parte del mundo. Su versatilidad formal le ha permitido pasar del clásico registro de la novela realista como en Agosto, hasta el muy estilizado manejo de los planteamientos narrativos característico de sus relatos y novelas cortas (ejemplo Desde el fondo del mundo prostituto sólo amores guardé para mi puro). La rapidez de su prosa, con diálogos directos, precisos, trabaja en ajustado contrapunto sobre historias con frecuencia truculentas y personajes desbordados. Su regla parece ser “mientras más cochinadas en el cuarto, más etiqueta y discreción en el salón”.

 Cantos de amor y muerte

La danza de Eros y Tánathos ha hecho correr, entre otras cosas, ríos de tinta. Pero en los argumentos literarios ofrece unas prestaciones impagables. Para tensar una historia, para recobrar el estremecimiento ante el gastado asunto de  alguien que ama, o de alguien que muere, no hay nada como hacer que las vibraciones de uno y otro entren en dramática colisión. Es una modalidad radical del climax y anticlímax. La luz se hace más aguda y la oscuridad más grave. Las fuerzas en juego impulsan a los participantes hacia sitios más ardientes que los reconocidos por el sentido común. Todos los pervertidos conocen esa ley universal, y en todo escritor hay algo de pervertido. Probablemente el rasgo característico de Rubem Fonseca, lo que lo hace entrañable y adictivo, son sus personajes que parecen estar buscando algo más que la solución o ejecución de un buen crimen. Uno diría que éstos buscan alguna verdad detrás de los rutinarios eventos de la ilusión o del dolor, de las circunvoluciones del bien y del mal. Es especialmente memorable el sicario esteticista de El Gran Arte, que ha profundizado en la poética del cuchillo, en las posibilidades del acero afilado sobre la masa orgánica del ser humano. O el irreductible agente Alberto Matos de Agosto, que trajina entre la miseria armado de pastillas antiácidas con la mirada en un punto más allá de lo visible. O el casi absurdo escritor de Del fondo del mundo prostituto... que se distrae de una amenaza mortal con charla ingeniosa, que sólo ilustra su frustrado afán por alguna trascendencia. 

Todos son personajes que a pesar de ser almas perdidas conservan una mística nostalgia por lo verdadero. Y esto es seguramente lo que hace de Rubem Fonseca un escritor que se diferencia de los irremediablemente desencantados personajes de la gran novela negra norteamericana. A su manera, en Fonseca resplandece la singular lujuria o  vitalidad del inmenso e inescrutable Brasil. Su ilusión y su tragedia.

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