Revolución en la punta de la lengua

Los clarines lo anuncian: ha nacido un nuevo genio. Un auténtico artista. Alguien que parece saber lo que los demás no saben. Los críticos escriben que sólo él se ha atrevido con éxito a enfrentarse a una tradición que parecía haber alcanzado su cima. Los gourmet exclaman que es él el que conoce la verdadera naturaleza de la dicha, y que la historia de la humanidad encuentra mágica síntesis en cada una de sus obras. Los comentaristas especializados tratan de atrapar el fenómeno apelando a palabras como "conceptual", "deconstrucción", "posmodernidad", "juego libre de ideas". Es el éxtasis. El sabor del éxtasis.

Y Ferran Adrià es sólo el cocinero de un pequeño local en las inmediaciones de Rosas, Cataluña.

Y nunca estudió gastronomía en ninguna gran escuela. Y ni su padre ni su abuelo sabían cocinar. Y su plato favorito en los años de su juventud era churrasco con papas fritas.

El milagro ocurrió de una manera inesperada, cuando trabajaba de lavaplatos para financiar su afición por los viajes y descubrió que eso de cocinar siempre los mismos platos podía resultar insoportablemente aburrido. Que hay algo de mediocridad en lo respetuoso, lo ordenado, lo que se copia a sí mismo.

La gastronomía, que se desarrolló para enaltecer y refinar el placer de saciar el hambre, ha alcanzado verdaderas cumbres en países como China y Francia. La instrumentalización sinfónica de los sentidos ha sido siempre su ambicioso objetivo. Sus diversas fases, de acuerdo con las circunstancias históricas, han tenido el factor común de su directa referencia con lo natural y con la tradición. Los últimos años, tiempos apurados, han gravitado por ejemplo en torno a una fórmula que convocaba lo saludable y a lo puro, a lo no excesivamente manipulado. Por eso resulta sorprendente el salto insólito de la cocina del español Ferran Adriá. El se ha atrevido a transformar la naturaleza de manera radical para imponer el factor humano. La fantasía, la imaginación, lo insólito son su territorio. El se hizo célebre integrando un elemento etéreo –la espuma- en su menú, aunque eso lo obligase a violentar con una máquina a presión los elementos naturales.

Los que peregrinan a el Bulli, su restaurante, declaran que comer allí es una experiencia trascendental. Y hasta pontífices como Paul Bocuse y Joël Robuchon anuncian que con Ferran Adriá se inicia algo verdaderamente nuevo. Lo llaman el Picasso de la gastronomía.

Lo interesante del asunto es que su vocación artística alimentada por valores del arte moderno abre un horizonte lleno de expectativas. El olor, el sabor y la textura, como elementos para desarrollar un lenguaje que apunta a una zona primigenia e irracional de la conciencia humana. Ese sitio al que siempre acosamos con ansiosas interrogantes que sólo encuentran fugaces iluminaciones. Cifras sueltas del código del paraíso.

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