Pecados de juventud

Porque amo a mi esposa y a mi hija, y porque quiero creer que soy un hombre bueno yo jamás abriré la boca sobre los días de mi juventud. A mi esposa no puedo explicarle como crucé un día la calle y le aventé un puntapié a un perrito pekinés de pelaje oscuro. Mi esposa es pintora; pinta perros dogos, cazadores, incluso pekineses. No puedo mencionar siquiera como escribí, y luego publiqué clandestinamente, un opúsculo en el que clamaba, con estadísticas y todo, por el exterminio inmediato de todos los necios, los tunantes y los bribones. No diré una palabra tampoco sobre el tiempo que pasé pensando que el ocio es el verdadero sentido de la vida, que el ocio es la más exigente de las situaciones, y como pensé escribir un tratado para mostrar mi extrañeza ante el insólito hecho de que no exista una religión que rinda culto al ocio simple y puro como único camino hacia el Dios verdadero. Tampoco tocaré el tema del tiempo que pasé caminando por la calle, escogiendo al azar a cualquier persona, y luego siguiéndola, escrutando, tomando notas, con ferocidad de sabueso, por horas, por días, y en un caso hasta por semanas. Son cosas de las que no se puede hablar. Jamás, jamás. Además no le contaré nunca a mi hija de quince años que un día, borracho, quizá drogado, alcé un vaso lleno de pisco con coca cola y lo apreté fuerte, hasta que estalló, y la sangre empezó a correr primero por mi mano, luego por mi brazo. No mencionaré tampoco como una madrugada, cuando todo la oscuridad ya se iba y la claridad se acercaba, me acosté en medio del carril derecho de una avenida y me puse a esperar inútilmente. No puedo decirles a ellas, las dos mujeres de mi vida, como un día empujé a una prostituta del carro, aún en movimiento, como me detuve unos metros más allá, y como regresé a decirle a aquella mujer mala que la amaba, que la amaba más que a mi vida. Todas esas cosas son como un trozo de metralla en mi cerebro, un trozo encendido o afilado. Yo no puedo hablar con mi mujer y con mi hija de todo lo que desearía olvidar, porque sé que jamás podría ser perdonado. (O.Ch.)

   

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