El Pasajero Que Cayó Del Cielo
La primera vez que hablé con Gerardo Villegas me dejé llevar por un natural resentimiento y pensé -por su aspecto, por la riquísima casaca de alpaca-, que pertenecía a la raza de los atorrantes que frecuentan las provincias como quién entra al abandonado patio trasero de su heredada casa hacienda. Esos que se desplazan entre las mesas con movimientos insoportablemente desenvueltos. Esos que en el momento culminante de la euforia sacan una ridícula veintidós y disparan un par de tiros al aire.
Pero no. A pesar de lo inusual de las circunstancias que nos pusieron en contacto, pronto me di cuenta que era más bien otro de los que aparecen como Billy the Kid, heridos por la espalda. Detrás de su sonrisa resplandeciente, de su bien cortada estampa de mestizo casi occidental y de su académica destreza para la mecha, había alguien con una espina clavada en la garganta. Una gruesa espina de pez azul, de fibra casi transparente. Caso típico.
-Perdona compadrito, creí que eras uno de esos imbéciles -intentó disculparse.
*
Gerardo se apareció por el Enterprise al día siguiente de la pelea. Yo estaba todavía algo dolorido. La línea griega de mi perfíl se había alterado para siempre.
-Ya me contaron que tú eres gran pata. Perdona, ha sido un malentendido. Seguro pensaste que yo estaba abusando. A mí no me gusta la violencia -insistió.
Gerardo Villegas era un muchacho espigado, ágil. En aquellos días, justo después de bajar del avión, no parecía saber demasiado bien qué es lo que estaba haciendo en la Capital Imperial. Simplemente iba cada noche y me saludaba con exagerada fraternidad. Observaba con genuina preocupación mi maltrecha nariz. Siempre fue un tonto: estaba seguro de que él tenía la culpa.
Pero en el Enterprise todo se olvida casi inmediatamente. El Enterprise es una nave que navega siempre hacia el presente. Y pronto Gerardo fue uno más de los que llegan cada noche y se apoyan contra la barra. Uno más de los que toman su trago a sorbos. Y muy pronto yo mismo me acostumbré a su presencia, a que cada cierto tiempo, marcando pausas muy precisas, alzase un dedo y me dirigiese una amistosa mirada antes de exhibir su vaso, en el que ya sólo restaba algo de hielo.
-Otro igual.
*
A veces, en un momento sin duda precipitado por sus misteriosas reflexiones, daba unos pasos largos y se colocaba en la pista de baile.
Bailaba bien, el conchasumadre.
* (Eucarísticamente Impecable)
Gerardo se pasó la primera semana calcando una rutina un tanto desconcertante. Vivía en un hotelito en San Blas. El estado de su cuenta bancaria le hubiese permitido acceder a territorios algo más suntuosos, pero un retorcido virus que en aquella temporada atacaba la médula de su alma lo obligaba a imponerse una disciplina inexplicable. Su habitación estaba provista de un catre que, sin duda, fue introducido por la puerta en un alarde de fuerza o de ingeniería. El lugar sin embargo permanecía eucarísticamente impecable. [El ser de un sujeto cualquiera se transmuta aquí en el cuerpo y la sangre del cordero de Dios. Su sacrificio posterior será necesario para librarnos de lo arbitrario, que es el pecado].
Gerardo se despertaba cada día a las cinco en punto. Abría los ojos a la gélida luz que se colaba por los vidrios rectangulares de la ventana, y consultaba su venerable Longines de 24 quilates, emblema de su absurda estirpe.
* (No Serás Un Extraño)
Gerardo Villegas amó una vez a una compañera de universidad. Era una muchacha que forraba sus cuadernos con vinifán de colores. Una ondulada cabellera brillaba enmarcando su rostro levemente ovoide. Incluso las chicas -en los corredores de la facultad- solían admirar aquella belleza de heroína de dibujos animados.
Se llamaba Ofelia.
Un día ocurrió algo inexplicable y terrible. Era sábado. Un joven profesor, excesivamente inteligente, reunió a sus alumnos predilectos para festejar su cumpleaños.
Tenía una bonita casa en una transversal a la avenida Larco. La sirvienta se paseaba sosteniendo una bandeja.
-La pena de muerte es un acto de barbarie -dijo el joven sabio, cuando alguien mencionó el debate que entusiasmaba a la opinión pública por aquellos días.
Varios hicieron un movimiento de asentimiento. Era claro que los publicitados intentos por reformar la constitución para ejecutar a violadores y terroristas respondían a simples exaltaciones emotivas.
-Las estadísticas son claras, la pena de muerte no reduce la delincuencia.
-El respeto a la vida es lo que da autoridad moral a una sociedad.
-Los criminales no le temen a la muerte.
Gerardo alargó la mano y tomó una galleta. La untó con sabroso paté. Miró los quesos.
El joven profesor se acariciaba la barbilla con un dedo. Corrían rumores de que había pasado por las armas a una morena de ojos rasgados, que permanecía arrellanada en el extremo opuesto de la sala. Tetas y buen culo.
-La muerte... -meditó el profesor. Miró a sus alumnos como si la sala de su casa fuese el aula magna. Iba a continuar cuando fue interrumpido por Ofelia que, ruborizándose, dijo entre dientes:
-Es en defensa propia. La sociedad tiene que defenderse.
Se hizo un silencio. El dueño del santo la miró un instante, sin pestañear, formando una circunferencia perfecta con cada ojo. Y en el momento destinado a la fulminante réplica se escuchó la voz de Gerardo.
-Bueno, tal vez tendríamos que considerar...-vaciló. Miró al maestro; finalmente, delineando con el ceño una arruga, lanzó en un tono de voz excesivamente alto-: ¿Qué harías si llegas a un punto en que lo más importante está amenazado?
El profesor elevó unos centímetros la punta de su nariz. Frunció también el entrecejo. Ordenó sus ideas.
-Mi querido Gerardo... ¿Y tú qué harías si a alguien se le ocurre que "tú" eres una amenaza para "lo más importante"?
Todos los estudiantes miraron a Gerardo. La pausa duró exactamente un segundo. El profesor continuó, piadoso.
-Si aceptamos que a veces es necesario el homicidio, estamos a un paso de llegar a convencernos de que lo necesitamos cada día.
La morena suspiró.
*
Pasada la medianoche el profesor perdió súbitamente su locuacidad. Gerardo no tenía carro y uno de sus compañero lo tomó por el codo.
-Te jalamos.
Gerardo trepó a una Cheroquee azul, perfecta, salvo quizá por una insignificante abolladura en el costado derecho.
-¿Qué pasó?
-Fue una combi asesina -explicó Ofelia, con una sonrisa, acomodándose frente al volante.
-Esos malditos -comentó el que se había sentado adelante.
-Habría que fusilarlos -rió Ofelia.
*
La camioneta devoraba las calles con entrañable suavidad.
-¡Escuchen! -ordenó Ofelia, feliz.
Los parlantes se agitaron: A horse with no name, de América.
-Te gusta la música antigua -reprochó la chica que estaba junto a Gerardo.
-Baja el volumen -reclamó el de adelante.
Ofelia apretó el acelerador.
Rieron.
El carburador continuó imperturbable con su asunto de gasolina de alto octanaje.
Un rato después el vehículo se detuvo frente a un viejo edificio.
-Aquí me quedo -anunció, triste, el de adelante.
Ofelia se volvió hacia Gerardo.
-¿Piensas quedarte ahí atrás?
Era el último. Ya habían dejado a todos en sus casas para que enciendan la luz de sus veladores, junto a sus frías camas con colchón de resortes.
La cheroquee azul arrancó. La ciudad estaba desierta. No había ni una alma.
-Bonita noche.
-Es temprano -anunció ella, de pronto-. ¿Qué te parece si tomamos algo?
Condujo hacia El Pollón. Avanzó, rugiendo. Dió un golpe de volante. Se detuvo.
Gerardo preguntó:
-¿Quieres comer algo?
-Tengo sed. Pide chelas.
Gerardo se arrellanó en el asiento y miró, complacido, el casét que Ofelia acababa de sacar de la guantera. Dió una calada a su cigarrillo y comentó lo vanidoso que había resultado el profesor. Dijo:
-En este tipo de discusiones importa el que manipula mejor. ¿No crees?
La muchacha apoyaba el chop en sus labios húmedos, la vista fija en un punto impreciso. Parecía estar concentrada en la música. Dejaba pasar los minutos con aparente e imperdonable desdén.
Gerardo, compulsivamente, seguía hablando. Escuchaba su propia voz y empezaba a sentir algo parecido al bochorno al descubrir una alarmante abundancia de notas agudas. Finalmente se dedicó a estudiar la espuma de su cerveza, que iba desapareciendo.
-¿En qué piensas?
Empezaba ya a considerar la idea de abrir la puerta y salir a buscar un taxi, cuando Ofelia alzó el rostro.
-Te mueres de ganas de besarme -denunció.
Gerardo abrió la boca.
La muchacha apoyó con firmeza la mano izquierda sobre el tablero para impulsarse y -¡maldita sea!-, se volcó el chop repleto de Pilsen sobre el pantalón de casimir de Gerardo.
Un curioso chillido escapó entonces de aquella boca de labios pintados de rojo. La chica llevó el torso hacia atrás, feliz, apuntando con su recta nariz hacia el techo.
-No te muevas, yo te limpio -rió luego, agitando su ondulada cabellera.
Gerardo observó cómo ella, Ofelia, le colocaba con toda naturalidad ambas palmas sobre los muslos mojados antes de -tranquilamente-, bajarle el cierre de la bragueta.
Tocó con la yema de su índice el miembro súbitamente sobresaltado.
-No sólo estás mojado de cerveza -rió.
*
Nunca más pudo volver a salir con Ofelia. Ella ni siquiera lo invitó a su matrimonio, que se realizó con gran pompa, tres o cuatro semanas más tarde.