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¶ Margarita era Margarita en todo lado, incluso en mis brazos. Tal vez era Margarita principalmente en mis brazos. Pero sobre ese asunto nunca tendré la certeza absoluta. La vida de Margarita era un impulso. Una mañana soleada, en el jardín de la casa de sus abuelos, su madre se le acercó y la tomó por la nuca. -Sé atrevida, sé libre, sé mala. Tienes que estar siempre atenta. Margarita recordaba muy bien aquella mañana. Ella estaba junto a los geranios con una botella de coca cola ya casi tibia. No tenía más de doce. La sonrisa de su madre la asustó. Pocos años después lo entendió todo. Aquellos apasionados consejos habían llegado a la boca de su madre percutados por un incidente triste y rutinario. Una de esas escenas que se dramatizan en capítulos televisivos tarde tras tarde. Una mujer llega a una oficina luego de una atareada tarde de compras. Trae algo envuelto en papel de regalo. Una caja pequeña, muy pequeña. Una loción para después de afeitarse. Sonríe luminosamente, sube por las gradas hasta el segundo piso envuelta en una melodía, empuja la puerta de estudio y mira a su marido detrás del escritorio. Hay una expresión extraña en su rostro. En la habitación contigua está la secretaria. La mujer se acerca a su marido y coloca su nariz unos centímetros debajo de la nuez del cuello. Aspira. -Sé atrevida, sé libre, sé mala -le decía su madre. Siempre. Siempre. |
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