El alma es caprichosa como una meretriz de catorce años

Hasta fines del siglo pasado la mayor parte de las muchachas de sensitivo corazón soñaban con ser raptadas entre gallos y medianoche por un poeta, de preferencia tísico. Era un tiempo en que morir de amor y de pena tenía una dimensión heroica. Ser musa era una modalidad consagratoria de ser mujer, una forma de acceder a la soñada inmortalidad. Los poetas, animales mitológicos, merecían usufructuar rendiciones principales de bellas damas y, también, claro, los tributos imprescindibles del resto de los mortales. Y hasta probablemente la gente pagaba con dinero contante y sonante por los libros compuestos con singular esfuerzo en una vieja imprenta.

En la actualidad, sin embargo, cuando una dama se permite considerar la posibilidad de compartir su lecho con un creador de versos lo primero que le pregunta es: ¿Y tú nunca has pensado en escribir una novela? Hay que reconocerlo: estos años están coloreados por el protagonismo de los narradores. Poetas y poesía no están incluidos en el desfile de modas de la presente estación. La poesía ha quedado confinada al solitario y desatendido rincón de los objetos exasperantes por suntuosos o alambicados. El novelista, en cambio, ha impuesto su estampa épica sport elegante mucho más acorde con los tiempos. A la melancolía emblemática de los poetas el narrador opone un espíritu deportista afín a las tiranías de la disciplina y el trabajo con precisas jornadas. Se jacta incluso de despreciar el toque mágico de la inspiración y explica sus logros con el esplendor de un sudor limpio, higiénico, noble, valiente. Además, y esto no es lo menos importante, el novelista cuenta historias: lo que escribe el novelista es algo que puede entenderlo todo el mundo. Las novelas entretienen, informan, culturizan. Hasta emocionan. En resumen las novelas son algo que le importa a la gente. La monarquía absolutista que instauró la poesía desde tiempos inmemoriales ha tenido que ceder terreno ante los logros magníficos de la democrática novela. La insurrección de la narrativa frente a la poesía, su superior jerárquica, se presentó oficialmente en 1856 con la publicación de Madame Bovary, consiguió ocupar posiciones capitales en 1922 con la aparición del Ulises de Joyce y, cuando, años más tarde, el vigoroso Hemingway disparó contra un león en el continente africano bajo la regocijada mirada de un par de platinadas estrellas de Hollywood, ya fue imposible resistirse a la idea de que leer novelas es la forma correcta y moderna de amar a la literatura.

A pesar de todo una cosa curiosa es que la gente sigue utilizando la categoría poeta cuando hay que describir o calificar a un sujeto especialmente entrañable y singular. Incluso parecen oponer el "tipo poético" al pedestre y enraizado hombre de acción, al pragmático triunfador que se toma por modelo. Uno estaría tentado a pensar que en el hombre moderno existe una añoranza, un rescoldo romántico que nos permite argumentar que vivimos sólo una etapa prosaica, y que como secuencia lógica de los incansables ciclos de la historia, en la siguiente etapa, en este nuevo siglo, podremos ser testigos de un repentino florecimiento de la poesía. Pero claro, si bajamos de la nube nos damos cuenta que éstos arrebatos líricos son sólo suspiros retóricos. Para la mayor parte de la gente el gesto respetuoso hacia la poesía es algo equivalente a colocar un mueble antiguo en una moderna residencia de líneas funcionales. Un simple asunto de estilo. El toque preciso. El alma es caprichosa como una meretriz de 14 años.

Sin embargo la desconexión entre la vieja poesía y los lectores no es una evidencia más de la malvada e ingrata época que nos ha tocado vivir. Más bien nos inclinamos a pensar que la poesía ha perdido terreno a causa de que su natural arrogancia la ha conducido a olvidar el primer mandamiento: el cliente siempre tiene la razón. A diferencia de la novela cuya meta prioritaria es seducir al lector, al hombre de la calle, la poesía se afinca en la actitud aristocrática de menospreciar a los simples mortales. Tener en cuenta al lector no significa hacer concesiones por el simple afán de complacer con rapidez y facilidad. La poesía es una combinación precisa de palabras y frases que activa en el lector esa emoción, esa sorpresa primigenia frente a los acontecimientos de la vida. Tener en cuenta al lector significa básicamente interesarse por la mente de éste, interesarse por los códigos más efectivos para estimular la mente de éste, para entablar una comunicación efectiva. En esa medida la novela, el cine y la televisión tienen mucho que enseñar a la vieja y entrañable poesía.

     
                 
                 

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