Limpiarme Los Dientes, Peinarme, A Toda Costa Disimular Mi Risa Realmente Aterradora
Ya en la calle avanzó a paso vivo. Las calles del Cusco son más duras de lo que propalan los operadores de la industria sin chimeneas.
Llegó a su cuarto y se arrojó sobre la cama. Cerró los ojos. Con un poco de esfuerzo logró teñirlo todo de negro.
Durmió. Durmió hasta que sintió que era hora de despertar. Alargó entonces la mano derecha y tanteó sobre el velador. Atrapó una revista.
A las seis -demasiado tarde y demasiado temprano para cualquier cosa- optó por cambiar de posición. Se sentó frente a la pequeña mesa que era parte principal de su mobiliario. Alzó un lápiz por encima de su cabeza y se quedó contemplando la punta. Luego buscó el tajador y empezó a girar hasta que sintió que algo se quebraba.
A las siete miró con curiosidad una botella en el filo de la mesa. Era pisco. La botella estaba sellada. No era abstemio. Simplemente no tenía ganas. La botella no se había movido desde que la compró, en los remotos días de su llegada. A su izquierda, a escasa distancia, una mezquina ventana filtraba la luz de la calle. Manuel tenía un cigarrillo entre los labios. Tampoco solía fumar.
Entonces, con precisos movimientos de su navaja suiza, dispuso sobre un pequeño espejo un par de líneas de clorhidrato de cocaína de relativa pureza y, con un sorbete recortado, aspiró intensamente.
Cerró los ojos. Le gustaba sentir como la luz se abría paso desde la profundidad. Cómo su piel, el borde de su silueta, empezaba a vibrar.
Abrió los ojos y se paró. Fue hasta su vieja maleta y hurgó. Tomó cuidadosamente el objeto envuelto en una franela verde y lo llevó hasta la mesa. Dedicó algunos minutos a contemplarlo antes de salir.
*(El Atómico)
Corría. Casi corría. Iba por la calle a paso muy rápido. Intentaba que sus pasos fuesen cada vez más largos, más rápidos. Su corazón bombeaba admirablemente. Algo de sudor, una minuciosa humedad, brillaba en su rostro. Eran casi las ocho y Manuel atravesaba la ciudad arrastrando -como un viejo pez cubierto de parásitos-, una confusa estela de ideas o sensaciones. Pensó -quizá- que tenía pendiente un acto de rapiña, quizá una venganza o, lo peor, que estaba libre, sin nada.
El Enterprise era para él un lugar. El bullicio.
A veces pensaba que por encima de todo, lo que más lo atraía era la agitación, esa agitación que se intensificaba hasta alcanzar un clímax poco después de la medianoche. Las horas agónicas de la madrugada, sin embargo, eran amarillas, infectadas ya por esa espesa demencia que produce el licor.
Con frecuencia aparecía alguien y se ponía frente a él:
-Hola enfermo.
-Hola rata.
-¿Qué andas haciendo?
-Nada ¿Y tú?
-¿Viste a la sueca que acaba de entrar?
Los que vivían en la ciudad, los artesanos, los que pasaban el día ofreciendo aretes de plata en un portal de la plaza Regocijo a veces se presentaban, como la acreditada delegación de una tribu en proceso de extinción. Arañaban el fondo de sus bolsillos -entre risas- buscando la moneda precisa.
Uno de ellos, el más sediento, clasificaba el dinero y, siempre, con la barbilla en alto, anunciaba:
-Falta.
Una jarra clasificada como "Escalera al cielo" contenía los ingredientes necesarios para eliminar el polvo del gaznate. Todos enterraban una vez más sus flacas manos en los profundos bolsillos.
Y alguno, claro, siempre, recitaba:
-Paso por una temporal falta de liquidez.
*
Cuando Manuel estaba a pocos pasos del Enterprise escuchó que alguien gritaba:
-¡Manuel!
En el otro lado de la vereda un sujeto espigado mantenía la mano suspendida como un pañuelo, por encima de su cabeza.
Era el Atómico. Sí. Era el Atómico.
Nada menos.
-¿Desde cuando estás en el Cusco? -saludó el Atómico con alguna forma de alegría, gestualizando, mostrando con desconcertante amabilidad los dientes incisivos.
Una variedad de la electricidad, un trazado geométrico quebrado.
Manuel lo contempló. El colegio. Fue el número uno. Alguna vez fue el número uno. Sus zapatos relucían; antes ahora y siempre.
A ese nadie pudo ganarlo hasta que un día como cualquier otro desapareció. Simplemente. Y cuando su carpeta estuvo vacía más de los tres o cuatro días prescritos para la tos ferina o las amígdalas inflamadas, los de siempre adelantaron una explicación.
"Tiene paperas".
"Se lo han llevado al extranjero".
"Se ha quedado huérfano".
Uno contó: "Parece que se ha escapado de su casa, ha salido su foto en el periódico; dan una recompensa".
Finalmente una fría mañana, cuando ya todos estaban formados en filas perfectas, guardando distancia con la mano derecha, reapareció acompañado por el mismísimo director.
-¿Dónde estuviste?
Durante los siguientes días fue sometido a sucesivos interrogatorios. Incluso un delantero de la selección de fútbol del colegio mostró cierto interés. Pero la incertidumbre acabó cuando alguien bramó, triunfante:
-¡Atómico! ¡Atómico!
Fue el fin de su identidad secreta.
Era el Atómico; el que movía las manos siguiendo formas estrictas; el que abría los brazos y se desplomaba estallando en espasmos, en asquerosa espuma que pugnaba entre los dientes apretados.
-¿Y tú desde cuando estás aquí? -replicó Manuel.
El Atómico mostró una sonrisa iluminada e informó, con palabras rebuscadas, algo sobre el centro magnético del universo.
-Hay un encuentro. Han venido maestros de renombre mundial -detalló. Parecía contento.
-Esta noche hay una conferencia sobre la filosofía de los incas -agregó. Alzó flojamente la mano izquierda y luego la dejó caer. Manuel archivó inmediatamente el gesto en su casillero de Objetos Raros Inútiles y Curiosos.
En los años en que estudiaron juntos solían entregarse orgullosamente a la gimnasia mental. Debatían con ferocidad durante los recreos, caminando filosóficamente al borde de la cancha de fútbol.
-Se puede establecer científicamente quién ha sido el hombre más inteligente de la historia -aseguraba el Atómico.
-Los grandes hombres se imponen. Nadie puede olvidarlos.
-No puedo ir -cortó Manuel.
La sonrisa del Atómico se crispó, dejando escapar un destello desamparado. Insistió:
-¿A dónde estás yendo?
-Voy de putas -declaró Manuel.
El atómico, entonces, torció la boca luchando por reencontrar el filo irónico que lo había hecho invencible entre los miembros del segundo año de media. ¿O fue entre los de primero?
Se alejó, balanceando los brazos, exactamente con la misma determinación de un muñeco articulado que avanza hacia la empinada escalera.
¿Pero qué pasó en realidad con El Atómico?
La vida es peligrosa.
* (La Tentación De Existir)
A las ocho y media Manuel tomó una botella y un vaso. Observó los vacíos ambientes del Enterprise. Los novios y la corte de los novios estarían en sus casas, haciendo un breve respiro, echándose un poco de agua en la cara antes de lanzarse a la gran jornada.
Manuel llegaba cada noche. Subía las gradas y se dirigía hacia su lugar detrás de la barra. Tomaba cuatro limones amarillos y hacía juego malabares con infalible pericia. Había botellas, vasos y hielo.
Pero jamás había aparecido una chica grata al paladar dispuesta a dedicar algo de tiempo a cosas como besos, manoseos y hasta fornicación. Una chica que haga imperioso levantar la espada y declarar: "La historia está dividida en dos".
* (La Tentación De Existir)
A las nueve y cuarenta y cinco ya el lugar estaba bastante animado.
-¿Qué tienes? -dijo Alias, escrutando el rostro de Manuel.
Alias era una chica que nunca había estado triste. Una muchacha que tenía todo un futuro por delante.
-Esta noche todo el mundo se emborracha -advirtió Arturo con júbilo, y palmeó al cantinero.
Alias siguió mirándolo. Lo estudiaba, curiosa, desconfiada.
-No -concluyó.
-¡No! -insistió, feliz. Puso la punta de su índice sobre la flaca nariz de Manuel-: A éste le pasa algo.
Se alejó moviendo los hombros al ritmo de la música.
Manuel vio su vaso lleno de agua mineral y lo apretó con fuerza.
No se rompió.
* (Patrimonio De La Humanidad)
Observó mordido por la inquietante sensación de estar confirmando una vaga y peligrosa sospecha: Hay vida en el planeta.
Aquella noche era la gran fiesta. Fiesta nupcial antes de la luna de miel. Manuel observaba a la multitud de almas que se habían dado cita: pestañas batientes, polos ajustados, pequeñas bocas irritadas por la festiva excitación. Incluso un par de muchachas de sobadas caderas parecían realmente vivas.
No hay nada mejor que la noche del Enterprise: los altoparlantes estallan y la generosa aglomeración se agita al son de los tambores. Las columnas vertebrales sirven de ejes para el errático bamboleo. Las lenguas, en el interior de las bocas, componen furtivas frases de los temas principales.
Y entonces ocurrió.
Después de años, el bueno de Manuel sintió el impulso de sumarse a la multitud y sudar copiosamente. La música rebotaba ferozmente contra los altos muros del Enterprise. Después de años supo que era urgente tomar la tibia mano de una chica y decirle "vamos", o "ven" o "bailemos", y luego, con la mirada anclada en ese rostro radiante, mover el esqueleto.
Eso: con los codos en alto balancearse.
Fluir. Envolver.
Sintonizar.
Usufructuar su legítimo patrimonio: salir a bailar.
Pero no hizo nada. Su cerebro no envió la orden a sus miembros inferiores. O tal vez sus extremidades no reconocieron la señal.
¿Por qué? ¿Qué pasó?
Todo no era más que un problema de lenguaje.
Un brilló oscuro se concentró en sus ojos. Observó con maravillosa transparencia la palpitante ebullición.
Hubiese tenido que dar los tres pasos imprescindibles y, tomando por el codo al primer imbécil, ordenar que le entregue su libreta electoral, su enamorada, su cuaderno de notas, su contrato de alquiler en un complejo habitacional.
Su álbum de fotos.
Su minicomponente.
Su peine, su cepillo de dientes, su calcetín agujereado.
Pero no.
No.
No iluminaría jamás su rostro con el destello de una alegre sonrisa despreocupada. Nada alteraría jamás la terrible firmeza de los huesos de su cráneo.
Y nunca, nunca, nunca, podría estar a la distancia de un beso (sic) de esa chica, esa flaca de allá, esa que tiene un pañuelo concho de vino en el cuello.
Todo un mundo negado al mejor de los hombres.
* (Alita de Mosca)
Llevó el vaso a sus labios y sorbió lentamente. Escarbó en el bolsillo de su camisa y sacó un billete de cincuenta soles. Lo miró un instante. Atravesó la sala con paso firme y agarró por el codo a Tupi.
-¿Qué le pasa, maestro? -se sorprendió el otro, divertido.
-¿Tienes vaina? -preguntó Manuel.
Tupi lo estudió un instante.
-A usted le gusta la cochinada.
-Dos mogras -dijo el cantinero, entregándole el billete.
* (Sin Aliento)
Al regresar del baño estornudó. Pasó disimuladamente la yema del dedo pulgar por la ventanilla derecha de su nariz.
La gente bailaba como un líquido bullente.
Los abarcó con una simple mirada. En sus labios se formó la sonrisa del científico que observa la marcha de una máquina inventada por él. Una máquina de guerra.
Una pelirroja que bailaba con los ojos cerrados hizo un movimiento excesivo y lo tocó.
-¡Oh! -exclamó.
Manuel había abierto los brazos para no perder el equilibrio. Sonreía, divertido.
-¿Tú no eres el barman? -exclamó la pelirroja-. ¡Sí! ¡ Tú eres! ¿Qué haces aquí?
Manuel le alargó su vaso.
-¿Qué es esto? -dijo ella, frunciendo la nariz.
La muchacha tenía una risa fácil, expansiva. Hablaba y reía. Manuel le invitó tres o cuatro cervezas. Ella le explicó que no había otra ciudad como el Cusco.
-En Lima también hay mucha juerga, pero la gente es la de siempre, no se mezcla. ¡Aquí en cambio está todo el mundo!
Manuel la escuchaba.
Ella dijo que en el Cusco está la gente más increíble.
-¡ Increíble!
El la miró un segundo antes de sumergir su nariz sobre la preciosa oreja y murmurar una frase.
Luego bocetó una sonrisa.
La pelirroja congeló los párpados. Soltó su risa que hacía crecer las plantas.
-¿Qué?
Su risa se deslizó pendiente abajo.
-¿Tienes ganas de un polvo? -desafió finalmente con voz grave. Su rostro se había tornado tan rojo como su cabello-: No sé si eres cojudo o si sólo te haces.
Manuel le arrebató la botella de cerveza y la llevó a sus labios, pero no bebió. Dijo:
-¡Anímate!
Agregó:
-Estaremos muertos mucho tiempo.
Era una manera de hablar como cualquier otra.
La pelirroja pareció no entender lo que acababa de escuchar. Finalmente se acercó a Manuel y le dio un beso casi imperceptible en los labios.
-Creo que has visto demasiadas películas.
* (Sexo y Violencia)
Manuel fue hasta la barra y consiguió otra botella de agua mineral.
-Tienes mucha sed esta noche-se burló Alias.
Alias era morena y de rasgos delicados. Su cuerpo estaba bien proporcionado.
Manuel imitó la forma de una sonrisa y se colocó frente a ella.
-Me acaba de pasar algo raro. Le dije a una chica que sería divertido salir a la calle y buscar un lugar oscuro. Se lo dije por curiosidad.
Alias lo escuchó con atención. Abrió la boca:
-¿Le dijiste que querías tirártela?
Alias meditó.
-Hace tiempo yo también le dije lo mismo a un tipo.
Y empezó a reírse. Se agarró el estómago y siguió riendo.
A Manuel le gustaba la gente que sabía reír.
Miró a su alrededor. Con gesto mundano abandonó su agua mineral sobre la barra. Murmuró, sin dirigirse a nadie en particular:
-Voy a mear.
Pocos minutos después ocurrió el incidente que dejaría una cicatriz en su rostro.
* (Peruano No Mea Solo)
Alguien dirigió certeramente su puño derecho contra la delicada nariz de Manuel. Fue la noche de la gran fiesta.
Y Manuel finalmente recibió su merecido.
* (Yawar Mayu)
El puño lo golpeó justo debajo del ojo, tocando violentamente un lado de la sensitiva nariz. Manuel perdió el equilibrio. Llevado por el instinto trató de amortiguar la caída con el brazo, pero su cabeza rozó el borde de algo pétreo.
-¡Te voy a matar! -gritó Gerardo Villegas, con los puños en alto.
Manuel intentó, inútilmente, incorporarse.
Alias se hincó a su lado, un momento después, y deslizó un dedo por su boca. Le mostró la sangre.
-Te ha roto la nariz -sonrió con ternura.
Arturo, a pocos paso, con una ebria carcajada, gritó:
-¡Juegos olímpicos!
* (The Killer)
Manuel no fue provisto de un adecuado armamento de guerra. Su nariz era demasiado alargada y frágil; sus manos tenían falanges quebradizas y su piel, para colmo, presentaba inusuales dificultades al cicatrizar. A esto se agregaba el hecho de que jamás había conseguido cumplir satisfactoria y disciplinadamente con el programa de fortalecimiento físico (ranas, abdominales, y planchas a las 7.30 a.m.). En consecuencia, nunca mereció una ventajosa relación con su cuerpo.
Manuel era, sin embargo, un asesino.
Una de las razones de su inexplicable infortunio fue que jamás consiguió arrancar la cabeza de un enemigo de un sólo golpe de puño.
* (Oh Mundo Cruel De Espanto)
Todo ocurrió de la siguiente manera:
Se había encaminado hacia el lugar donde quedaban los servicios higiénicos cuando percibió una brusca ola de violencia en el ambiente. Varios muchachos alzaban la voz, alarmados. Las chicas, con sus altas voces histéricas, coreaban. Algunos retrocedían bruscamente, pateando el piso; luego arremetían.
Cuando Manuel estuvo a pocos metros del centro de los acontecimientos observó. Su mente registró con precisión la escena: Un individuo alto, de cabello corto, miraba con ojos relampagueantes a otro, caído, despatarrado a sus pies con la expresión borrada del rostro.
Nada más.
Eran extraños. Nunca los había visto.
Y entonces, como llevado por un simple acto reflejo, Manuel dio los pasos reglamentarios hacia adelante y lanzó su puño derecho contra el pómulo del combatiente que, alerta, consiguió amortiguar el impacto.
Lo que vino después fue radical. Trascendente.
-Sufres de calambre mental -le había diagnosticado alguien, alguna vez.
-Creo que vas a tener que hacerte ver por un médico -reflexionó Alias, mirando los coágulos que taponaban la fosa nasal-. Ese tiene buen golpe.
De esa manera Manuel conoció a Gerardo Villegas, su amigo del alma.
Lo único que dijo antes de dormir aquella noche fue una frase inevitable: Oh mundo cruel de espanto.