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¶
- No era de hierro. Era de cristal.
- Pero voló por un buen rato.
Margarita se abrió paso entre la multitud y se paró
a lado de Vicente. La punta de uno de sus zapatos rosados
tocó la vieja casaca verde oliva que Vicente arrastraba
ensimismado.
Vio su perfil. Una extraña combinación de luz
petrificó la imagen. Sintió miedo. Huyó. No quería
ser vista. Sabía que si la veía empezaría a sonreír.
Empezarían a hablar, a reír. Comprarían un pollo a la
brasa y dos botellas de cola escocesa.
Se alejó rápidamente y de pronto vio el anuncio en
el cine Fénix. Sin pensarlo compró una entrada y se
sumergió en la sala. Buscó mecánicamente un asiento
cercano a la pantalla.
Y se sentó.
Nunca supo de qué se trataba la película.
Las lágrimas. Las lágrimas nublan la vista.
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- ¶
- No había electricidad aquella noche. Alguien
había hecho estallar una bomba en algún
sitio.Una pálida luz penetraba rasante, débil
como la que esparce la luna antes de asomar sobre
los ángulos rectos de los edificios de una
ciudad abandonada a su destino. La pálida frente
de Margarita, bajo la aureola de los enmarañados
cabellos, bocetó un charco de claridad inmerso
en el oleaje de las tinieblas. Entonces busqué
un antiguo mordisco amoroso en aquel cuello largo
y sólido como un pedestal. Ella no reaccionó.
Mis labios se movían. Un hilo de voz se
contorsionaba sobre la humedad de mi boca.
- -¿Qué? -pregunté, finalmente, con voz tersa,
apoyando la barbilla en la clavícula de
Margarita.
- Ella entonces me miró. Y alzando los brazos
soltó la cuerda que alimenta los mecanismos del
llanto.
- [ Versión libre sobre tema de
Gesualdo Bufalino en Perorata del apestado]
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¶ Los sollozos
estremecían a Margarita. Yo la miré un instante,
inmóvil, y luego la toqué con un dedo y le dije:
-No puedo pensar mientras lloras.
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¶
- Señor de la tristeza, monarca
del dolor
- Serafina Quinteros.
- -Sufro mucho, hermanito.
- Aparecí de pronto en la casa del Pedro con una
expresión en el rostro que indicaba que había
tenido días mejores.
- -¿Qué te pasa?
- -Estoy hundido.
- -No jodas. ¿Otra vez?
- -Pasa que estoy inventando la ciencia del
descontento. -farfullé, torturando los labios en
algo que no lograba ser una sonrisa-. Todos
necesitamos tiempos difíciles y de opresión -a
pesar de mis esfuerzos mi voz ronca denotaba
irritación; tal vez odio; sin duda rencor.
- -Hermanito lindo, si no hay dolor no hay
músculo -dijo el Pedro, imperturbable.
- -Hay golpes en la vida yo no sé...
-concedí, con escaso ánimo.
- -Quiero escribir los versos más tristes
esta noche... -seguí, alentando.
- Pero a pesar del tono bufo yo sentía
claramente que a mi alrededor todo no era otra
cosa que preguntas sin contestar. Miré a mi
amigo intentando inventar una sonrisa, pero de
improviso el centro de mi rostro se difuminó
como si un gran borrador de trapo lo hubiese
atravesado, dejando una ancha huella de
significado anulado.
- -Se te ve tan mal como si hubieses ido al
entierro de la última criatura viviente
-comentó el Pedro, alzando una ceja.
- Mi maxilar inferior se estremeció, pero no
conseguí articular la frase que tenía en la
mente. El Pedro continuó:
- -Estás tan triste que creo que como máximo
sólo se puede hacer de ti una persona de
provecho.
- Se hizo una pausa que el Pedro aprovechó para,
imitando la cadencia y la pose de un
especialista, dar una vuelta alrededor mío.
Finalmente abrió la boca e inesperadamente
declaró:
- -Bacán tu camisa. ¿Dónde mierda la compraste?
- Bajé lentamente los párpados y una sonrisa
empezó a bocetarse en mis labios. Abrí entonces
los ojos y una nueva luz se encendió en ellos.
Dije:
- -Tal vez mi vida en conjunto pueda considerarse
desastrosa, pero siempre mantengo el orden más
estricto con mi ropa.
- Una carcajada extraña, vibrante, triunfadora,
estalló en la habitación.
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- ¶
- Tenía los ojos y la boca abiertos de par en par
y los párpados hinchados. Tenía manchas rojas
en el cuello y de su boca brotaban graznidos
guturales, parecidos al grito sordo que emitía
cuando hacía el amor. Su pálida cara se
inclinaba cada vez más sobre la mesa, como una
gran flor blanca, ovalada, que lentamente va
cayendo. De repente surgieron, a derecha e
izquierda, sus manos, y acogieron al rostro que
se hundía, y lo ocultaron.
- Me acerqué a animarla, y en el sudor de su
camisa empapada reconocí el olor del pánico.
Finalmente me atreví a tomar su mano y sobre su
palma cayeron algunas gotas (como lluvia que cae
del alero sobre el patio). Entonces empecé a
llorar yo también y, cuando noté mis propias
lágrimas, pensé, "Amor, soy tu aliado
contra el estiércol y el fraude".
- Alcé el rostro para asegurarme de que ella vea
mis mejillas empapadas. En el fondo de mi
garganta se movía un grito pequeño e inaudible
que me producía dolor.
- -¡Maldita sea! -dije, por fin. Mi voz era
fuerte, suplicante, y tenía un matiz de ira.
- La miré de frente. Mi labio inferior se
proyectó hacia delante, sorbí dos o tres veces.
Noté que en alguna parte de mi mente, muy
profundo, se alzó un brumoso lamento.
- La estuve contemplando durante largo rato, quizá
horas, inmóvil, hasta que no pude soportar más
y corrí hasta el baño, me lavé la cara y las
manos, y luego subí corriendo la escalera hacia
la habitación y, una vez allí, me derrumbé
sobre la cama y me cubrí la cabeza con la
frazada. Finalmente, al agotar casi todas mis
fuerzas, me quedé en silencio, flotando en un
limbo donde no había ni dicha ni desconsuelo,
hasta que de pronto fue cuajando una cierta
nostalgia que, poco a poco, se fue agrandando,
provocándome la extraña convicción de ser un
hombre bueno.
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¶ Había lágrimas dentro de ella. La
contemplé. Margarita estaba en el sillón azul, frente a
mí. Cuando decía algo divertido sus ojos se achinaban.
Sus fosas nasales dibujaban dos líneas que eran como los
signos de una ortografía personal. Dio un sorbo a su
trago y noté un brillo en su corta frente que me
anunció algún tipo de fiebre. Entonces tuve una
revelación. Ella lloraba. Su llanto era el de una niña
pequeña atrapada debajo de los grandes pechos de aquella
mujer lasciva e imperdonable.
Sentí una emoción que literalmente me retorció el
corazón. Comprobé una vez más aquella frase de Graham
Greene que afirma que si uno observa suficientemente a
una persona, a cualquier persona, es imposible no sentir
piedad.
Puse el vaso cuidadosamente sobre la mesa, crucé el
espacio que nos separaba y la besé
suavemente en la frente, le acaricié el cabello como
sólo se acaricia a una hija.
Margarita permaneció inmóvil. Sentí que algo
bullía dentro de ella y de pronto saltó violentamente y
se apretó contra mí. Me tomó la cara entre las manos
con tanta fuerza que las uñas me hicieron arder el
cráneo. Aplastó su boca, raspando sus dientes contra
los míos, mientras su lengua se movía como una víbora.
Finalmente puso la cabeza sobre mi hombro y dijo:
-No soy ni una santa ni una mística, nunca,
escúchame bien, nunca vuelvas a besarme en la frente.
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