Jonathan Franzen Las Correcciones Por Oswaldo Chanove Harold
Bloom afirma que hay demasiados libros y muy poco tiempo para leer.
Sugiere que es importante ser extremadamente selectivo y propone un
canon con las obras que merecen nuestros desvelos. Esa lista de
semidioses está presidida, claro, por Shakespeare y registra a autores
como Dante y Cervantes. ¿Vale la pena entonces perder valioso tiempo en
una novela de casi 600 páginas de un sujeto de cuarentaitantos llamado
Jonathan Franzen? Tal vez. Algunos dicen que Las correcciones es la
primera gran novela americana del siglo XXI y que este joven escritor ha
dado un salto enorme colocándose junto a pesos pesados como Don Delillo,
Thomas Pynchon, Tom Wolfe y Philip Roth. “Las
correcciones”, sin embargo no es, como podría suponerse, una novela
posmoderna, ni vanguardista, ni nada por el estilo. Su manejo del
realismo está, sin embargo, trazado con un diseño audaz, con una
ambivalencia nada inocente, que la hace verdaderamente contemporánea.
Por otro lado impresiona lo vasto de su alcance y la destreza para
hechizar con situaciones poco llamativas. Y lo central, lo que concierta
los afanes de todos los personajes, es la búsqueda de corregir el rumbo
de la vida. Lipoescultura
de la vida El
afán de cambio, de ajuste, de aproximación a la verdad es la clave del
mundo contemporáneo desde el renacimiento, pero en los últimos años
esto ha alcanzado el nivel de una verdadera compulsión. La imperativa
necesidad de corregirlo todo hace que las situaciones y las cosas se
vuelvan despreciablemente obsoletas poco después de ser establecidas.
El desasosiego, la insaciabilidad, esos males tan modernos, seguramente
se originan en esta trabajosa pesquisa por la posición ideal. Y la
novela empieza precisamente con un largo párrafo que metafóricamente
anuncia que la “alarma de la ansiedad” se ha desbocado. Su
estridente timbre llena todos los espacios y luego se desplaza hacia una
sorda capa interior que resuena durante toda la historia.
El
argumento de la novela pinta un gran fresco de una familia del
conservador medio oeste norteamericano. Dos ancianos esposos y sus tres
hijos cuyas vidas alcanzan en determinado momento el punto de quiebre.
Alfred Lambert, el padre, un individuo racista, de inflexible ética
para el trabajo y de extrema frialdad en lo emocional, empieza a vivir
la terrible experiencia de sentir que su mente es borrada por el
Alzheimer. Enid, la madre, que piensa que el único patriotismo posible, la única
legítima espiritualidad en USA al borde del siglo XXI se limita a “un
amor llevado al paroxismo” por el medio oeste en general, y por St.
Jude, su vecindario, en particular, descubre que su idea de una navidad
perfecta es más difícil de lo que parece. Denise, la hija, rechaza su
destino de esposa ejemplar, y se enfrasca en confusas relaciones
bisexuales, mientras ejercita su profesión de cheff de moda. Gary, el
primogénito, es el único que ha conseguido superar las metas económico
sociales de sus padres, aunque no logra disfrutar el crédito que se
supone le corresponde. Finalmente Chip, la oveja negra, cuya carrera
universitaria termina cuando es seducido por una de sus alumnas, se ve
obligado a participar en un fraude por internet en la remota Lituania.
Todos estos personajes son desarrollados de una manera insular, pero en
los momentos en que se confrontan unos con otros los retratos adquieren
densidad. Es como una sinfonía en cinco movimientos. El manejo del
tiempo es interesante porque no es cronológico, sino que está
determinado por el paso de los personajes. La sucesión de momentos o
incidentes se ordenan de acuerdo a las exigencias vitales de cada uno. Y
cada momento deja algunas dudas, algunos puntos en blanco, que exigen
luego ser revelados. De esta manera Franzen construye un tejido de gran
vitalidad, un organismo cuyas partes pugnan por lograr realizarse, y eso
es lo que provee el gran dinamismo de la novela. Por otro lado, los diálogos
exagerados, que a veces parecen caricaturescos, consiguen afirmar al
lector en su posición de espectador crítico, sin imponer ninguna idea
o prejuicio. Algunos críticos han dicho que esta técnica es tributaria
del espíritu posmoderno
de sus dos primeras novelas. La prosa, por lo demás, es bastante
buena. Muchos
de los párrafos de Franzen son tours de force de ritmo y tempo,
edificados con climas emocionales y luego astutamente difuminados. Como
es previsible en esta tipo de obra, el argumento está sembrado de
referencias a la actualidad americana, como el stock
market que
obsesiona a Gary , como el
guión cinematográfico que escribe Chip basado en el escándalo Lewinsky (la introducción es un texto sobre “la ansiedad fálica” en
el teatro Tudor), o a hitos literarios como William Gaddis y Vladimir
Nabokov. Se maneja además con soltura con la jerga tecnológica tan en
boga, hablando por ejemplo del “cableado” del cerebro humano, que
puede ser reactivado por medio de estímulos neuroquímicos. Desarrolla
también con profundidad el asunto de los optimizadores de la
personalidad, que consiguen una felicidad química e instantánea. Le
interesa el
florecimiento de dentritas y la proliferación de nuevos enlaces sinápticos. Poco
después de su aparición, la novela fue incluida en la lista del club
del libro de la influyente Oprah. Para muchos esta lista es una fábrica
de celebridades. Pero en una entrevista Franzen expresó sus dudas sobre
el privilegio de ser incluido entre estos favorecidos, y el escándalo
se desató. Fue tachado en algunos sectores, pero ya nada pudo detener
su presencia. Lo que ha conseguido que esta novela haya tenido un
inusual éxito entre críticos y lectores es que el autor ha optado por
una fórmula equilibrada, que rechaza la fría pirotécnica retórica
que apela a fórmulas
efectistas para tomar por asalto la mente del lector con sorprendentes
tramas, de la misma manera que desprecia
los relatos concesivos y de simple entretenimiento. Franzen se ha
inclinado por trazar serenamente el retrato conmovedor de seres
profundamente humanos. Y lo ha hecho con inteligencia y buen estilo. Toda
vida tiene una historia La creación de caracteres es el fuerte de Jonathan
Franzen, y él mismo parece ser un asunto de novela. Califica incluso,
según sus amigos, como “rarito”. Nacido en Western Spring, en 1959,
siguió estudios en centros educativos de San Luis. Poco después de
graduarse consiguió una beca Fulbright y se fue a Berlín. Ha trabajado
en la universidad de Harvard, en un laboratorio de estudios sismológicos.
Ha ganado el Writer's Award en 1998 y el
American Academy's Berlin Prize in 2000, ha sido nominado como uno de
los 20 escritores para el siglo XXI por The New Yorker y uno de
los mejores novelistas jóvenes por la prestigiosa Granta. Es
autor de The Twenty-Seventh City and Strong Motion. Actualmente vive en Nueva York. Pero el éxito no siempre acompañó a Franzen. Cuando
publicó las correcciones era virtualmente un escritor desconocido que
vivía en la miseria con su ahora ex mujer Valerie Cornell. Ambos habían
decidido dedicarse exclusivamente a la escritura. Compartían un
departamento en el que escribían apiñados durante ocho horas sólo
interrumpidas para devorar algún pedazo de pizza. Por las noches leían
sin dirigirse demasiado la palabra. Sólo una vez al año, en su
aniversario, buscaban algún restaurante y encendían una vela. Valerie
contó en cierta ocasión que si los del Departamento de Asistencia
Social los hubiesen detectado, seguramente estarían sentenciados por
abuso contra sí mismos. Pero los esfuerzos valieron la pena, y luego de
siete años de despiadado trabajo, consiguió ponerse en carrera. Aunque
Franzen no piensa que las Correcciones es su obra maestra. En una
reciente entrevista ha afirmado que entre todos los escritores
americanos vivos él es el que más ambiciones tiene. Quizá por esto el
editor de New Republic ha concluído que no recuerda a nadie con un caso tan
espantoso de ansiedad por estatus literario como el buen Jonathan
Franzen. Cosa
de ver qué sigue.
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