Alejandro Jodorowsky Todo demonio es un ángel caído Está en circulación la autobiografía de Alejandro Jodorowsky, cineasta de culto y protagonista de la vanguardia cultural que, convertido en chamán urbano, usa las lecciones del arte para curar las heridas del alma Por
Oswaldo Chanove Hay gente que cree que estamos rodeados de signos, de símbolos, que todo tiene un mensaje. Hay gente que pretende que la caligrafía de Dios tiene letra menuda, y que no deja ni un solo espacio en blanco. Hay gente que piensa que si uno descubre el código elemental detrás de lo aleatorio saltará el mensaje secreto, la secuencia del destino, la ruta de la incertidumbre. Hay gente que está convencida que nosotros mismos somos una letra más, tal vez una palabra de este discurso cifrado, y que urgentemente tenemos que encontrar la clave, el sencillo procedimiento que nos señalará cual es el sentido del dolor, donde está el orden en los espasmos del caos. Este afán interrogador, este espíritu curioso, este expansivo ejercicio de la conciencia ha creado algunos monstruos entre los que se puede encontrar desde científicos hasta magos, desde filósofos hasta sacerdotes. En esta fauna los magos son los más llamativos, aunque irremediablemente se deslicen a la categoría de chiflados. Pero hay algunos chiflados que manejan el timón de sus delirios con tal firmeza que por momentos nos seducen, nos maravillan con la posibilidad levitar algunos centímetros por encima de la asquerosa tierra firme. A esta categoría pertenece Alejandro Jodorowsky. El mambo de la realidad Jodorowsky
(Tocopilla 1929) ha escrito una autobiografía (La danza de la
realidad, Siruela 2001) que traza la ruta de su búsqueda espiritual,
de su avidez por asaltar la parte infernal del alma humana. El no quiere
matar a sus demonios, él quiere liberarlos de su malvada compulsión
porque sabe que todo demonio es un ángel caído. Pero esta
autobiografía no se ocupa demasiado de las anécdotas de su azarosa
existencia. Sólo en la primera parte, la dedicada a su infancia y
juventud, se permite algunas turbadoras confesiones, especialmente en el
retrato de sus padres. Jodorowsky piensa que todo el problema radica en
que como animales de sangre caliente sucumbimos si al nacer no somos
provistos de abrigo y alimento. En consecuencia una infancia sin amor
nos graba en el alma un mensaje de muerte.
Jodorowsky gasta el rencor, que su trato con la doctrina Zen, el
chamanismo, la tarología y las intensidades del arte-experiencia no han
podido disolver, describiendo su triste infancia de bicho raro y su
adolescencia sin meta hasta que, finalmente, encuentra algo útil y
salvador en el valle de máscaras del teatro. En ese momento el tono de
la autobiografía cambia radicalmente, y él deja de ser un personaje
doliente para transmutarse en un distante narrador. Sus inicios en el
ambiente intelectual chileno nos presentan el cuadro de un grupo de
artistas, hambrientos de figuración, que apelan
a actos disparatados bordeando lo ridículo en su intencionalidad
simbólica. Para leer poesía con Enrique Lihn les resulta
imprescindible trepar cada día a la rama de un árbol. Sus borracheras
se realizan siguiendo un guión, con diálogos saturados de gravísimas
ideas. Sus amoríos están pintados
con corazones rojos en el pecho. Todo resulta un tanto estridente
para el lector hasta que uno recuerda que cuando se es joven es
inevitable ser destemplado. La
parte de su exilio en París tiene algunos momentos divertidos como
cuando cuenta que no bien desembarcado, a media noche, llama a André
Bretón para anunciarle que ha llegado para salvar el surrealismo. Años
después, cuando el francés, ya se había olvidado por completo del
chileno, éste llega a visitarlo e inadvertidamente abre la puerta del
baño encontrando al todopoderoso poeta con los pantalones alrededor de
los tobillos. Cuenta también de su colaboración con Maurice Chevalier,
que cada día se prosternaba frente a un altar con la imagen de su madre.
Los siguientes capítulos tratan de cómo llega a México como asistente
de Marcel Marceau, y como se enamora de ese país, y como en 1960
consigue un impacto sin precedentes con su representación en un
programa televisivo de la destrucción de un piano. Menciona además,
casi de pasada, la realización de las películas que lo convirtieron en
un autor de culto. Pero lo que en realidad parece interesarle no es
tanto lo que hizo como hombre de teatro o director de cine -ni siquiera
sus prestigiosos guiones para el historietista Moebious-, lo que parece
atraerlo por encima de todo es una búsqueda espiritual que lo convirtió,
después de cumplir los 50 años, en un sicomago, en un chamán urbano
que cada semana recibe consultantes en un café, y les impone insólitas
prescripciones. La jerga del inconsciente Jodorowsky
se jacta de haber sido pionero de asuntos como el arte-experiencia y del
happening. Fue también un adelantado del interés por la llamada
medicina tradicional. Pero a diferencia de otros que, respetuosos,
asumen la irracionalidad de este tipo de prácticas, Jodorowsky frecuentó
a buena cantidad de curanderos en México, Chile y Filipinas con la
intención de captar y aprender su técnica terapéutica. Finalmente
llegó a la conclusión que
la magia de los chamanes no se debía a alguna pagana acción sagrada,
sino a una razón mucho más prosaica. La teoría es la siguiente: La máquina
humana maneja dos lenguajes que no se soportan entre sí. Los mensajes
que el lenguaje racional envía al subconsciente no son entendidos, y no
logran alterar las “ordenes”, las pulsiones, inscritas en esta parte
oscura del espíritu humano. Cuando alguien está atrapado en un
comportamiento pernicioso es que hay algo contradictorio en la escritura
de los códigos del inconsciente. Jodorowsky comprendió que los
curanderos recurrían siempre a una parafernalia histriónica cuyo
objetivo no era otro que traspasar la barrera de la racionalidad. Cuando
el curandero tenía talento para hilvanar el lenguaje onírico conseguía
llevar un mensaje terapéutico hasta el pantanoso territorio que yace
oculto debajo de la razón. Deslumbrado con las milagrosas posibilidades
de este procedimiento, Jodorowsky decidió inventar un método propio
que llamó “Psicomagia”, que consiste básicamente en usar las
cartas del tarot y la genealogía para diagnosticar, y luego,
recurriendo a su imaginación educada en el surrealismo y a su
experiencia como hombre de teatro y cine, “recetar” la puesta en escena de un acto mágico- histriónico que
debería liberar las pulsiones ponzoñosas instaladas en el inconsciente.
La Psicomagia se apoya fundamentalmente en el hecho de que el
inconsciente acepta el símbolo y la metáfora, dándoles la misma
importancia que a los hechos reales. Por ejemplo, para tratar a un
famoso actor italiano que sufría de depresión, le recetó visitar la
tumba de su madre llevando un gallo y, de pie sobre la losa, tenía que
degollar al animal, dejar caer la sangre sobre su pene y sus testículos
y así, con el sexo ensangrentado debía, al llegar a casa, poseer a su
mujer, sin acariciarla antes, con movimientos intensos, dando gritos de
rabia. Luego, cuando apareció una cantante que no podía alcanzar el éxito,
le aconsejó que comprase un preservativo y luego de llenarlo con
monedas de oro se lo introdujese en la vagina. Con el paso del tiempo su
terapia ha integrado otros elementos chamanicos, como la llamada
imposición de manos. En su caso lo ha llevado a una curiosa manera de
masaje que consiste en estirar la piel. Se supone que de esta manera se
“ablandan” los límites, el contorno del ego, para posibilitar una
forma menos recalcitrante de comportamiento. Seguramente
estos procedimientos arrancarán una carcajada en la mayoría de los
siquiatras y otros individuos diplomados, pero quizá el carismático
viejo loco de Alejandro Jodorowsky a llegado a saber algo que estos no
saben, y quizá acierta en un 20%. Un 10% ya sería alucinante. La cosa
es que su extravagante autobiografía se deja leer, y por momentos hasta
emociona la enmarañada coherencia que se originó en la conjunción de
su triste madre y de su rabioso padre. Uno se pone a pensar que hay algo
desproporcionado en eso de gastar toda una vida tratando de corregir las
fallas del principio.
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