Llámenme Manuel.
Hace unos años -no importa cuántos exactamente-,
teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en
particular que me interesara, pensé que había llegado
el momento de viajar por ahí. Es un modo que tengo de
librarme de la melancolía y arreglar la circulación.
Cada vez que inexplicablemente golpeo sin piedad a mi
mujer y a mis pequeños hijos; cada vez que me sorprendo
aplastando la nariz contra la vitrina de alguna suntuosa
funeraria; y, especialmente, cada vez que el asma me
domina de tal modo que me resulta imprescindible un recio
principio moral para impedirme salir a la calle a
derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes,
entonces entiendo que es más que hora de salir a la
carretera. Es mi sustituto del puñal o la metralla. Con
floreo filosófico, el doctor Aníbal Lecter hace un
guisado con el hígado de sus pacientes; yo,
calladamente, me meto en un ómnibus interprovincial full
video. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo
sepan, casi todos lo hombres, en una o en otra ocasión,
abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto a
partir.
-¡Chésuma!
-gritó Arturo, alborozado, pellizcando uno de los
sobresalientes pezones de Dominique a través del
ajustado polo. La gringa chilló, aleteó; irradió su
nerviosa alegría. Se alejó caminando hacia atrás
contoneándose, rumbo a la pista de baile.
Era
su última noche en el Cusco. Harían escala en Nueva
York; tal vez un par de días, y luego seguirían hasta
París.
-¿Cuánto
tiempo piensas quedarte? -interrogó Memo.
Arturo
mostró los dientes: no era una sonrisa. Estudió un
instante a su administrador; se volvió y abrió el
Tabernáculo. Extrajo cuidadosamente una botella de forma
caprichosa.
-¿Quieres
saber hasta cuando me voy a quedar en la Ciudad Luz?
Arturo
había arriesgado incluso el último centavo de su
herencia en implementar el Enterprise.
-Hasta
quemar el último cartucho -cantó.
Había
levantado al Enterprise a pulso; pensando en cada
detalle.
-¿Acaso
no tengo derecho? -se sirvió generosamente en un vaso
limpio y, con un movimiento tajante liquidó el fino
licor sin paladear.
Memo había sido designado gerente y representante legal.
Cada mes tendría que imprimir en la Epson un detallado
informe y hacer una transferencia bancaria.
-Ni
se te ocurra robarme... -advirtió Arturo.
-Ladrón
que roba a ladrón...-rió Memo. Sus dientes eran cortos
y desiguales. No era indio. Tampoco era blanco. En
realidad ni siquiera era mestizo.
Dominique
bailaba a pocos metros, sola, con movimientos ondulantes
que parecían dictados por una necesidad de explicar
algo. La gente se agolpaba contra la barra y luego era
devorada por la oscura boca -el arco de antigua piedra-,
que conducía a las entrañas del Enterprise. La
contextura ósea de Dominique era excesivamente sólida.
Su rostro, además, no era perfectamente simétrico. Los
analistas, sin embargo, especulaban a propósito de su
agilidad sobre el catre.
-¿Qué
tal, compadre?
-Feladora,
hermano, la mejor feladora -confirmó Arturo, con ademán
satisfecho.
-Lo
principal en una mujer es que sea la nuestra -intervino
Manuel, con dicción intachable. Todos lo miraron, como
avispados escolares sorprendidos por un fastidioso
sacerdote.
-¡Éste
siempre tan profundo! -proclamó uno, arrastrando las
palabras.
-Seguro
que todavía sigues pito -diagnosticó otro.
-Todos
tenemos derecho a ser sabios -replicó Manuel, dibujando
una astuta sonrisa.
Carcajadas.
Dominique
parecía una muchacha capaz de tener hijos: niños de
mejillas encendidas por la higiene. La forma de su cabeza
recordaba a un ave, quizá una gaviota. No parpadeaba.
Llegó al Enterprise una noche cualquiera, con una
amiga terriblemente pálida, prácticamente muda, que
luego desapareció sin dejar huella. Ambas parisienses
habían trazado un plan para admirar Cusco y seguir,
quizá, rumbo al Tiahunaco antes de recalar, quizá, en
el carnaval de Río.
*
Dominique
hablaba castellano. Su acento era improcedente: un
inevitable argentino que la abordó en el andén del
metro Les Hales le había llenado la cabeza con
fantásticas ideas sobre una ciudadela legendaria,
inflamada de magnetismo.
-Escucha
tu voz interior.
-La
gran cultura de la América Secreta.
-Manco
Ccapac y Mama Occllo.
El
bonaerense, luego de obligarla a abortar al primogénito,
fruto de vino y rosas, la había acusado de no buscar la
vida verdadera; de tener cerebro de electrodoméstico.
Dominique lloró. Rompió algunos platos. Incluso fue al
Centro Pompidou para escuchar viejos discos de Huáscar
Amaru. Pero el parrillero no pareció convencerse.
Continuó mecánicamente con su furiosa prédica antes de
largarse para siempre a Londres, acompañado de una
devota del bioritmo. Una flaquita, también parisiense.
Un cuero con duros pezones de alegre tonalidad.
*
La
noche que la desdichada francesa apareció en el Enterprise
Arturo estaba casualmente detrás de la barra.
-Un
MachuPicchu, por favor -articuló la europea sin alzar
las finas pestañas.
Los ingredientes del MachuPicchu son pisco y algunos
tragos dulcetes, con la evidente intención de captar el
exótico colorido de los Andes.
Arturo
estudió a la gringa con ojo experto y, llevado por la
rutina, preguntó:
-¿Do
yo like potato soup?
Catorce
horas después, al despertar con un agudo dolor
focalizado a unos centímetros por encima de los ojos,
Arturo descubrió a la francesita durmiendo a su lado con
los grandes y duros pechos al aire.
-La
sometí a algunos actos francamente vergonzosos -se
jactó, más tarde, con los amigos.
En
realidad se había sentido desconcertado por un gran
muñeco de peluche que ella abrazaba con fuerza mientras
dormía el sueño de los justos. Era un Garfield. El gato
Garfield. Ese conchasumadre.
Y
ocurrió que pasaron algunas semanas.
¿Cuántos
jebes son necesarios para llenar algunas semanas?
*
Finalmente
la muchacha dejó el hostal El Arqueólogo. Tenía
una hermosa mochila que nunca había sido sometida ni a
la lluvia ni a los relámpagos.
Se
comunicó varias veces con su agencia de viaje.
-¡OK!
¡Perfecto!
Sus
manos eran pequeñas; pero sus movimientos resultaban
meditados, cartesianos.
Se
las arreglaba bastante bien entre las cacerolas. Cubría
los pejerreyes del lago con salsa blanca y champiñones.
Arturo entrecerraba los ojos, pasaba la punta de su
lengua por los labios y recitaba:
-Felicitaciones
al cheff...
Lo
grave es que no podían comprar patos tiernos para
aplicarles la naranja, su obvia especialidad.
-Estos
son pura fibra.
-Mismo
Schwarzenegger.
La
gringa se negaba únicamente a lavarle la ropa.
-No
soy una peruana.
Arturo
suspiraba, de buen humor. No podía dejar de reconocer
que el toque femenino había convertido a su depto en un
lugar civilizado. Engordó.
La
buena vida y la poca verguenza.
-Ustedes
los hombres pueden ser unos cerdos pero todavía se ven
bien -alegaba la gringa, con un puchero resentido.
En realidad Arturo no recordaba el momento en que invitó
a la cruda a trasladar sus excéntricos trapos al viejo
-al histórico- departamentito en San Blas.
-Las
mujeres siempre se las arreglan para apoderarse de todo.
Sin
embargo eran felices.
La
felicidad ocurre cuando uno se olvida que existe la
soledad, el dolor, la desesperación. Todo eso. El
vacío.
Incluso el aburrimiento.
Especialmente
el aburrimiento.
Reían.
Ella
aplaudía cuando las ocurrencias de Arturo sobrepasaban
el nivel séptimo: Sus manos se agitaban como las alas de
un pájaro que lucha por alzar vuelo.
Y
cachaban duro.
El
departamentito de San Blas había sido escenario de
páginas estelares de la biografía de Arturo.
-Si
estas paredes pudiesen hablar...
-Lo
bueno de tener una mujer fija es que se chambea menos.
Uno estira la mano tranquilamente y ya. Y de cuando en
cuando hasta es justo y saludable una visita al
gallinero.
¿No
es cierto?
Decía:
-No
hay nada como una mujer que te apreta fuerte y se pone a
llorar.
* (Nadie puede ser tan feliz sin ser castigado)
Pero
un buen día, un domingo, regresó con un taper lleno de
chicharrones y no encontró a la gringa.
-¡Dominique!
La
buscó en el dormitorio y luego en la cocina.
-¡Dominique!
Nada.
Estaba
encerrada en el baño.
-¡Abreme!
Aporreó
la puerta.
-¡Déjate
de cojudeces!
Se
alarmó. Imaginó que la gringuita había pisado el
jabón y se había golpeado el cráneo contra el filo de
algo. Pensó confusamente si tendría que enterrarla en
el Cusco, o sí los del consulado se encargarían de
devolverla.
Pateó
la puerta.
La
delgada rubia yacía en un rincón, en posición fetal:
un par de preciosas lágrimas se deslizaban por sus
mejillas enrojecidas.
-Me
voy para siempre -anunció con el pequeño pañuelo hecho
un nudo. Una línea roja orillaba sus ojos. Su nariz
estaba levemente hinchada.
No
era hermosa.
Arturo
mordió nerviosamente su labio inferior.
-¡Eres
mi caramelito! -le recordó, desconcertado.
Ella
se sonó la nariz, tristemente.
Había
llegado una carta. Se trataba de un buen empleo. No iban
a esperarla para siempre.
-¡ Tengo que regresar! ¡ Aquí no hay futuro!
El
drama usa palabras concluyentes.
-¡ Eres el amor de mi vida!
Arturo
la tomó por la nuca y la contempló.
-Eres
mi caramelito -musitó.
La
miraba como se mira a una esposa empapada.
La
miraba como se mira a una niña en peligro.
-Eres
mi caramelito -balbuceó.
Las
lágrimas de él se confundieron con las lágrimas de
ella. Juntaron sus labios que ardían por la fiebre de la
pena.
¡ Muaa..!
La
lengua de Arturo se deslizó mecánicamente. La
irrupción pareció desconcertar por un momento a
Dominique pero, luego, como un bicho laborioso, su mano
derecha cobró vida propia y saltó directamente hacia la
abultada entrepierna de su peruano.
Todo
estuvo claro, entonces.
Todos
los teoremas resueltos.
-¿No
quieres conocer París? -propuso más tarde, enredada en
las sábanas, mientras Arturo luchaba por recuperar el
aliento.
El
se volvió. Apartó la almohada. Respiraba por la boca.
Dificultosamente.
-¿Qué?
La
gringa sonreía. Sus ojos brillaban de lágrimas.
Hijos
de puta, estoy aquí, agotando las páginas del
calendario para inescrutable regocijo de los dioses.
Ciertamente he sido duramente golpeado. Aplicados obreros
a las ordenes de la cruel emperatriz del Destino golpean
mi corazón con pequeños martillos de acero puro. Tres o
cuatro golpes por la mañana; tres o cuatro golpes al
mediodía; tres o cuatro golpes por la noche.
No
se puede negar que su servidor ha tomado el asunto con
auténtica entereza moral, con ánimo positivo.
Ocupo mis días escrutando la complicada maquinaria en
busca de signos para desarrollar una estrategia. La idea
principal es la siguiente:
En
esta convulsionada multitud de corrientes hay algo que
puede conducirme a un lugar seguro.
Existe una posibilidad de salvar el pellejo, pero es
imperativo no equivocarse.
Un acto reflejo, un inocente movimiento, y en un espasmo
perdemos sin remedio todo lo que nos pertenece.
¡Es
horrible vivir bajo presión!
Es
fácil hablar, pero a ver ustedes, mierdas, ¿cómo se
sabe cuál no es la posición equivocada?
Yo
quiero estar vivo. Como todo buen cristiano quiero tomar
la mano de mi amada y ofrecer al Altísimo mis goces y
mis bienes.
Señores,
yo miro y digo:
-Quiero
estar ahí, quiero tener ropa limpia y seca y un buen
corte de pelo; y quiero avanzar al mando de un ejército.
¡ Ese sí es un buen objetivo en
la vida!
Avanzar
y apoderarse de villorrios, puentes, grandes territorios
ricos en minerales e industrias de tecnología punta.
Pero
no.
Simplemente
yo estaba tranquilamente ocupando mis días en éste el
reino de Dios, cuando escuché un crujido (en los
cimientos mismos del edificio).
No,
no fue así.
Yo
estaba despreocupadamente recostado en una hamaca leyendo
un diario cuando un viento helado se coló hasta los
huesos.
Yacía
cuan largo soy sobre la arena tibia cuando percibí la
inminente catástrofe.
Y
tuve tiempo de pensar en que hay ocasiones en las que la
desdicha es agresiva.