Ian
McEwan Gramática del pecado original Por
Oswaldo Chanove Cuando
hacemos algo incorrecto nos precipitamos en el banquillo de los acusados.
Ciertos irremediables moralistas dirán que cometimos un pecado. Los
racionalistas preferirán señalar que fallamos, que nos hemos
precipitado en un error. La diferencia más visible radica en el
veredicto: el pecado exige expiación para alcanzar el perdón. El error
reclama la autocrítica y una inmediata corrección. La última novela
del inglés Ian McEwan explora esta idea planteando la situación en un
escenario que nos recuerda la novela clásica inglesa, con esas zonas
sombrías ocultas bajo los modales, con la inflexible historia de amor
epistolar, con esa contención emotiva, con los bucólicos jardines que
rodean la vieja casona de la época del imperio. Es una historia de amor
y de pecado que alcanza su dramático punto de tensión en sangrientos
acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial y, a pesar de que el ritmo
es pausado, la novela fluye con pulso verdaderamente magistral. El pequeño pervertido que se convirtió en caballero Luego
de la publicación de sus primeros libros un crítico inglés apodó a
McEwan como “Ian McAbre” a causa de su raro afán por explorar con
ojo de cirujano los pliegues, fisuras, y otras zonas secretas del cuerpo
humano (y, por extensión, del espíritu). Nacido en Aldershot, en 1948,
pertenece a ese brillante trío (con Martín Amis y Julian Barnes) que
la revista Granta consagró en su número estelar de la década del
ochenta. Aunque menos estilista que Amis o ingenioso que Barnes, ya
desde sus inicios (Primer amor, últimos ritos, 1972) se hizo
notorio por sus extraños relatos con personajes obsesivos. Según
propia declaración, su impulso literario estuvo inicialmente signado
por las lecciones de Kafka, por un afán de librarse de la tradición
inglesa, siempre tan meticulosa en eso de ubicarse geográfica y
temporalmente. Criado en el seno de una familia de clase trabajadora,
consiguió graduarse en la Universidad de Oxford, e inició una
ascendente carrera que alcanzó un punto elevado en 1998, cuando su
novela Ámsterdam ganó el Booker Prize, el más
prestigioso galardón de las letras británicas.
Pero ese no sería el momento más importante de su carrera. Hace
pocos meses el Washington Post declaró: “Nadie sobrepasa a Ian McEwan
en la literatura que ahora se escribe en inglés”. Y es que con
Atonement (Expiación) este novelista ha dado un gran salto. La realidad propone, la imaginación dispone La
novela empieza en 1935 y concluye con el siglo XX. Esta dividida en tres
momentos temporales. El primero ocurre en un escenario bucólico, y está
dominado por la presencia de Briony, una niña de 13 años con una
puntual imaginación creadora que la lleva a “leer” los hechos de su
realidad inmediata de una manera dramática. Al observar el raro
comportamiento de su hermana Cecilia, y el de Robbie, el hijo único de
la sirvienta –que están secretamente enamorados-
llega a una novelesca conclusión que la inserta a ella como heroína,
a su hermana como doncella que debe ser salvada, y al muchacho como el
terrible villano. Esta fantasía deja de ser inofensiva ficción cuando
un incidente inesperado la convierte en elemento activo de la destrucción
de su universo familiar. El
segundo momento, seguramente el más atrayente desde el punto de vista
narrativo, ocurre en la Segunda Guerra Mundial, en medio de la retirada
del ejercito aliado hacia las playas de Dunkerque, y, simultáneamente,
en la bombardeada Londres. Robbie y Cecilia padecen las consecuencias
del crimen de 1935, Briony, culpable, se ha entregado totalmente a la
misión de reparar el daño en los cuerpos de los soldados llegados del
frente. El momento final, donde la novela alcanza una dimensión
inesperada, es un astuto
giro con el que McEwan demuestra que ha alcanzado una serena maestría.
Todo se revela, las preguntas se responden, pero como en las grandes
novelas, cada respuesta abre la puerta a nuevas e insospechadas
interrogantes. McEwan
mostró desde sus primeras obras un bizarro interés en la fibra oscura
sobre la que se teje la imaginación infantil, y, en un plano más
amplio, resultaba evidente su terrible conciencia de la cercana alianza
entre los impulsos creativos y destructivos. De allí que uno de sus más
interesantes hallazgos formales resulta en un equivalente novelístico
del tortuoso trabajo del trauma psicológico. Pero
lo que despliega un registro mayor en las posibilidades de lectura es
que la historia de un pecado y de una expiación no se limita al
personaje central, sino que se proyecta inteligentemente al artista, al
escritor. McEwan nos dice que la imaginación creadora es una manera de
intervenir la realidad, de interpretarla, y, por medio de la obra, de
alterarla. A diferencia de otros que parecen creer que la literatura se
limita al espacio recreativo - inspirador, quizá platónicamente
voluntarioso-, McEwan pretende que la literatura es ejecutiva, que es
militante, que transforma la realidad, pero, dado que la literatura se
nutre básicamente de las caprichosas pulsiones del ser humano como
individuo, está condenada a arrastrar también en su esencia misma la
certeza y la duda, la conciencia de que hay algo pecaminoso en la acción,
en el hecho de crear, en la condición de ser protagonista, y, en
consecuencia, eso tiñe a la obra de la desasosegante urgencia de
encontrar alguna reparación. En el centro mismo del corazón de todo
creador hay un foco de silencioso horror por no poder recuperar el
estado de gracia, la pureza primigenia. El estigma del pecado original
es un círculo vicioso: es provocado por una alteración de la realidad,
y como alivio o condena exige una obsesiva corrección. Una expiación.
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