Gerardo Villegas, La Biografía.

Hay ocasiones en que el sencillo y siempre loable amor por la vida nos conduce involuntariamente a situaciones equivocadas. Incluso peligrosas. Llegué a esa conclusión observando a Gerardo, luego que ese maldito idiota se dejó arrastrar por el impulso que lo indujo a descubrir que su destino estaba en la capital histórica del Perú.

-¿De dónde te has escapado tú? -le preguntó en cierta ocasión una morenita diminuta que solía levantar el poto a la hora de ir a bailar.

Porque si bien Gerardo picaba ya los treinta, su manera de hablar, los saltos que empezó a ensayar al momento de llegar a la barra, resultaban demasiado juveniles. Sus ojos parecían purificarse día a día, y enviaban destellos.

En realidad hubo momentos en los que pensé que el pobre pata estaba rayando, que la yerba lo estaba haciendo pasarse de vueltas. Pero seguramente yo era el único que tenía esa impresión.

El Enterprise estaba repleto de chiflados.

-No siempre fui así -me confió un día.

Había nacido en el barrio de Jesús María, en la calle Cayetano Heredia, en una de las doce casitas de una gran quinta. Recitó:

-Nací un domingo 6 de junio, a las doce del día. La posición de los planetas era favorable, según me aseguraron adeptos de la astrología, augurándome, en base a mi horóscopo, una vida larga y dichosa así como una dulce muerte.

Risas.

Su infancia fue triste y feliz. Su padre era un gastroenterólogo brillante, por desgracia encadenado a un rostro adusto que lo inducía a sermonear acremente a sus escasos clientes. Riendo me contó que a veces iba a buscar a su padre al consultorio y se sentaba en la sala de espera, junto a un par de señoras que palidecían cuando escuchaban la áspera voz asordinada que surgía de detrás de la puerta.

Su madre, en cambio, era una de esas mujeres destinadas a elevarse a los cielos en cuerpo y alma. Con una triste sonrisa se enfrentaba a las contrastadas fluctuaciones de cada día.

Pero un día apareció la foto de Gerardo en un matutino: primer puesto en el examen de ingreso a la universidad.

Su padre le entregó el Longines.

Los bondadosos ancianos le organizaron una fiesta.

Y Gerardo se volcó aún más sobre su escritorio.

-Para mantener el nivel, pue, compadre.

Y los pobres viejos caminaban de puntillas y no encendían ni el televisor.

Pero Gerardo, con la cabeza sumergida entre los textos no tenía tiempo para memorizar ciertas claves secretas, obligatorias entre los del barrio. Por ejemplo, cuando se dirigía a una chica en la universidad, ésta sólo lo miraba con curiosidad, porque su rostro no era particularmente desagradable.

Y entonces el vetusto escritorio, frente a la ventana de su habitación, ya no fue el odiado yugo si no que, de pronto, se transmutó en fraternal refugio.

-Nadie sabe lo asquerosa que puede ser la vida de un genio -dijo, soltando una cristalina carcajada.

-Hasta que le llega a uno la hora de su suerte -comenté.

Me miró. Su hermosa mirada de niño irresponsable se conectaba con su privilegiado cerebro tratando de calificarme.

En eso, repentinamente, apareció Alias y le dio un mordisco en el omóplato.

-¡Auu! -chilló Gerardo, antes de hacer un movimiento de torsión para atraparla con una llave infalible. Alías se retorció como un pez o como una serpiente o como un leopardo.

Gritaba, y todos en el Enterprise echaron un vistazo, una mirada vaga, y luego -máquinas aplicadas a sus pistones-, continuaron con su negocio. Sólo una suiza de rostro triangular, de roedor, se quedó extasiada., como el niño pequeño que sorpresivamente abre la puerta del baño. Pero aún ella, pudorosa, agitó los cubitos de hielo de su vaso cuando Gerardo empezó a besar a Alias.

El amor solía ser un ingrediente en nuestra querida nave. O más bien la pasión, que es el delicioso desequilibrio del amor, como saben los que se han interesado en el tema.