William Faulkner

El genio del granjero

 Cuando en 1950 William Faulkner se registró en un hotel en Estocolmo para recibir el premio Nobel de literatura declaró ser de profesión agricultor. Hay pocas obras tan influyentes como la de este novelista norteamericano que nunca terminó el High School, y que toda su vida escribió y vivió en una remota provincia

 

Por Oswaldo Chanove

En un primer momento los críticos dijeron que William Faulkner era un escritor fallido, retórico, que hacía un uso inadecuado de las técnicas de la vanguardia literaria. Decían que nunca llegaría a nada. Esto no lo abrumo, ni lo destruyó, ni le paralizó la mano. Siguió trabajando en su arcaico e insignificante condado rural con demente perseverancia. Tal vez, como sus personajes, creía que el destino es una ley inexorable como la gravedad, y que el suyo era tener un lugar entre los escritores más importantes del siglo XX. Porque en el universo de Faulkner, como en los territorios legislados por la tradición, el destino es el flujo vital que guía, que conduce al rebaño hacia su meta natural. En ese universo el hombre se sabe sometido a la tiranía de las leyes de la naturaleza, del cosmos, y lo acepta, como se tiene que aceptar el hecho de que hay que ganar el pan con sudor, de que uno es regularmente poseído por la locura del deseo, y de que, finalmente, todos estamos condenados a ser humillados por el tiempo y abatidos por la muerte.

Pero sería inexacto decir que Faulkner consiguió su inmenso prestigio sólo a causa de haber sido el hábil cantor del alma trágica de su pueblo, esa aristocrática y derrotada sociedad de los estados confederados. O que únicamente su potencial de fabulador de intrincadas historias animadas por personajes inolvidables, obsesivos, salvajes, le gano el favor del público. O que la exaltada admiración de varias generaciones de escritores en todo el mundo se debe, exclusivamente, a la audacia técnica de novelas como el Sonido y la Furia, o ¡Absalón, Absalón! Lo que lo ha convertido en un autor imprescindible, en un auténtico pez gordo de la novela moderna, es que la desmesurada ambición de su proyecto literario está respaldada por un poderío descomunal. Y, detalle de vital importancia, su fuerza creadora no naufraga en sus excesos verbales o estructurales, gracias a una rotunda inteligencia lírica, gracias a una sensibilidad que se perfila, bucea, en las capas primigenias de la condición humana, en el territorio donde está el alfabeto de lo universal.

 

 

Una historia de tesón y excelente whisky

 

Cuando el 8 de noviembre de 1950 se hace público que William Faulkner había ganado el premio Nóbel de literatura, nadie en Oxford, Mississippi, se había imaginado que entre los granjeros de la zona se escondía una celebridad de tal nivel. Nacido en un pueblo cercano, miembro de una antigua familia de caballeros sureños, Mr. Bill era un personaje que solía fanfarronear con frecuencia a propósito de su bisabuelo William Clark Faulkner, abatido en un duelo a pistola. Personajes de ese tipo, y con frondosos árboles genealógicos, son característicos de su obra. Y también la expresión de un sentimiento de dolor por la “derrota y ocupación de su país”, el gran sur americano. Pero Faulkner, a diferencia de otros escritores aferrados al pasado, no fue un individuo melancólico. Era más bien algo taciturno, pero siempre listo a disparar frases sardónicas. Hombre de baja estatura, no se rendía con facilidad. Se cuenta que al ser rechazado de la fuerza expedicionaria americana durante la primera guerra mundial, amenazó con enrolarse en el ejército alemán. No tuvo que llegar a tal extremo y consiguió un puesto en la RAF canadiense, pero la guerra terminó antes de que él pudiese patear algunos traseros enemigos. Así que no le quedó otra alternativa que inventar que una bala le había volado la tapa de los sesos y que, debajo de su densa pelambre, había una placa de “metal argentoso”.

Sus inicios en la literatura fueron inciertos. Fue un escritor esencialmente autodidacta, y siempre se ufanó de que el verdadero artista no necesita de academias, y de que los errores son los principales maestros. Su pasión creadora fue también legendaria. En cierto momento llegó a afirmar que el artista debe ser esencialmente un tipo despiadado, y que para escribir debe ser capaz de echarlo todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad. Hasta la felicidad. Pero Faulkner, claro, no se hizo solo. Tuvo un maestro singular con el que mantuvo una relación conflictiva. En una célebre entrevista a la revista Paris Review contó que cuando conoció a Sherwood Anderson, ambos se dedicaban principalmente a reunirse cada noche para liquidar “una o dos botellas” de whisky de infernal calidad. Aparte de eso, Anderson consagraba las mañanas a escribir y nadie estaba autorizado a interrumpirlo. Cuando finalmente Faulkner decidió imitar a su amigo, buscó un lugar para encerrarse. No se le volvió a ver hasta que un día soleado Anderson tocó la puerta. Al ver el manuscrito alzó los brazos al cielo y gritó: ¡Dios mío! Antes de abandonar el lugar aceptó recomendarlo con su editor, pero con la estricta condición de que no le pidiese leer el manuscrito.

 

 

El arte de un calzón manchado

 

Faulkner afirmó en varias ocasiones que de todas sus novelas su preferida era el Sonido y la Furia (The Sound and the Fury, 1931)principalmente porque la consideraba su “más espléndido fracaso”. Esta novela compleja y alucinante arranca con la imagen de los calzones enlodados de una niña trepada en un árbol. Esta visión, contada inicialmente desde el punto de vista de un idiota, se abre pronto en un registro amplio, espectral, revelando el decadente universo de la familia Compson, con todos sus personajes manchados por el dolor de una fortuna perdida, de una virginidad mancillada, de una posición definitivamente derrotada por el advenimiento de mundo extraño.

El argentino Ricardo Piglia considera que Faulkner pertenece a la tradición de los grandes escritores "reaccionarios" del siglo xx, como Borges, Pound, Mishima o Céline, definidos básicamente por el anticapitalismo. Y es cierto, en la mayor parte de la obra de Faulkner es visible una visión aristocrática, arcaica. Su posición conservadora se reveló también en gestos extraliterarios, como cuando se negó a aceptar una invitación de Kennedy en  la casa Blanca, aduciendo que ya estaba demasiado viejo para cenar tarde en la noche con una pareja de extraños. Pero el tema de The Sound and the Fury no es lo que más impacta al lector, sino la estructura, la exigente aventura del estilo. Según Maurice Edgar Coindreau, la composición de esta novela es de orden esencialmente musical, ya que como un compositor Faulkner emplea el sistema de los temas. No es, como en la fuga, un tema único que evoluciona y se transforma; son temas múltiples que se desvanecen y reaparecen para volver a desaparecer todavía hasta el momento de estallar en toda su plenitud. Para Le Breton, en cambio, esta obra es una confrontación de series independientes y convergentes de experiencias sicológicas, que se reagrupan, se reconfiguran generando el impacto del génesis en lo profundo del espíritu del lector.

Faulkner dijo en cierta ocasión que la obra de Joyce tenía que ser tomada como un granjero bautista toma los evangelios: con fe. Y es claro que leyó tempranamente y con gran provecho los hallazgos del Ulises. Pero en su caso el uso de tales técnicas no fue simplemente epigonal. La gramática, la puntuación, el preciso uso de los tiempos, son como las reglas de tránsito que le permite al autor ejercer una cierta tiranía sobre la respiración del lector, sobre el sentido. Al subvertirlas, al presentar un territorio abierto, tan libre y caótico como el espíritu humano, se pretende una inmersión más profunda en la lectura, una participación mayor en la exploración, una búsqueda más allá de las vanalidades de la simple racionalidad.  Cuando la información es dejada en estado de suspensión coloidal el lector debe encontrar las conexiones para que la historia se constituya en un organismo pleno de vitalidad.Una mayor participación del lector en la creación lo gratifica con una experiencia estética de mayor alcance.

La audacia formal de Faulkner tenía una dimensión deicida. En cierta ocasión afirmó: A mí me gusta pensar que el mundo que creé es una especie de piedra angular del universo; que si esa piedra angular fuera retirada, el universo se vendría abajo.

 

 

Faulkner en Latinoamérica

 

Faulkner fue apreciado tempranamente en Latinoamérica. Cuando en Norteamérica aún se le ignoraba, Borges escribió una nota en 1937, en la que decía "¡Absalón, Absalón! es equiparable a El sonido y la furia. No sé de un elogio mayor". Luego el uruguayo Juan Carlos Onetti asumió tan estrechamente la obra del maestro, que según Mario Levrero llega a calcar la trama de un relato poco conocido -Idilio en el desierto- para componer su excelente Los Adioses. Vargas Llosa también ha reconocido sus lecturas fervorosas de la obra del escritor norteamericano, y en Luz de agosto se puede encontrar una pasaje germinal de la Casa Verde (Lituma y la selvática). Y García Márquez, con su Macondo inventado, sus frondosas historias de dramas familiares, incestos, guerras civiles, y plagas bíblicas, es para muchos un discípulo aplicado del creador del condado de Yoknapatawpha. La presencia de este viejo caballero sureño ha sido tan gravitante que los críticos han creído ver su influencia hasta en Pedro Páramo, aunque un indignado Juan Rulfo juró siempre que únicamente había tocado la tapa de los libros del norteamericano.

Afortunadamente para Faulkner sobrevino la gloria cuando aún no era demasiado viejo, y pudo disfrutar de varios agasajos. Claro que él, irreductible en el espíritu de los del Mississippi, afirmó siempre que el éxito es un fenómeno esencialmente femenino, y como tal tiene que ser tratado con mano dura, para que sepa quien es el amo. Murió en 1962, al caerse de un caballo, luego de tomarse un trago de más.