Eminentes amoríos

 El oficio de musa no ha sido nunca suficientemente atendido por los científicos. Estudios perpetrados en laboratorios de garaje indican que las musas pueden ser el elemento decisivo para que un simple mortal se convierta en un macho alfa (en el mundo de las artes). Y es que las musas provocan el estado de arrechura espiritual conveniente para la explosión de ideas creativas.

 Por Oswaldo Chanove

Por definición la musa es absolutamente única, pero tal vez la única musa en estado puro haya sido Alice Liddell. Cuando sólo contaba con 7 años provocó un trauma irreversible en el reverendo Charles Dodgson -profesor de Oxford y fotógrafo-, que luego se hizo famoso con el nombre de Lewis Carroll (1832-1898). Este, en la dorada tarde del 4 de julio de 1862, correspondió a su fascinación por la niña inventando una historia que tituló Alicia en el país de las maravillas. Muchos años después, en 1932, y como un modo de expresar la gratitud de la humanidad por sus servicios como musa, la Columbia University le otorgó a la señora Alice Liddell un doctorado honoris causa. Pero no fue ese el único beneficio: también logró vender el manuscrito en una suma sin precedentes en la historia. Y es que todo indica que la hermosa Alice tenía verdaderas dotes para la profesión musística (sic) ya que no se limitó al buen Lewis Carroll. Cuando contaba poco más de 10 años su preciosa presencia indujo también estados de delirio en el influyente crítico John Ruskin  (1819 – 1900), que ya había sobrepasado el medio siglo de vida. Este caballero era un esteticista que, por encima de todo, amaba la pureza de líneas. A los 29  había contraído matrimonio con Euphemia Gray, 10 años menor, que luego solicitó exitosamente la anulación del matrimonio. Aparentemente lo que ocurrió fue que el amoroso marido no logró consumar el acto al ver el encrespado triángulo inferior de su amada. Se atacó de nervios. Por desgracia el genio de Lewis Carroll y la inteligencia de John Ruskin no les quitaba ese airecillo a viejos mañosos, y Alice creció y se convirtió en una imponente muchacha que prefirió tener amenas charlas con tipos como el hijo de la reina Victoria.

 La amada inmóvil

Muchos dicen que Dante Gabriel Rossetti (1828 – 1882) amó el cadáver de Lissy Sidell más de lo que jamás amó a ninguna vivaz pelirroja. Cuando el 10 de febrero de 1862 ésta fue encontrada en estado de coma a causa de una sobredosis de láudano, el famoso líder de los prerafaelistas anunció entre profusas lágrimas que su mujer no estaba muerta, que siempre fue así, pálida. A los pocos días del entierro pintó el famoso cuadro Beata Beatrix calcando el rostro de la extática Lissy. Y los siguientes meses, los siguientes años, se sentó en torno a círculos espiritistas para consultar a su esposa sobre su fidelidad a la pureza del arte medieval, anterior al del excesivo Rafael Sancio.  Elizabeth Siddall se manifestó de muchos modos, incluso haciendo extraños ruidos en el dormitorio del pintor mientras éste empapaba las sábanas con Fanny Cornforths, su modelo, amante, y luego ama de llaves. Rossetti nunca dudó que Lissy era la reencarnación Beatriz, la única musa que se fue al cielo y, al momento en que el bello cadáver fue colocado en el rectángulo excavado en la base de verde colina, Rossetti escondió entre las hebras de la espesa cabellera un fajo con todos sus poemas inéditos. Y sólo años después, cuando nada le salía bien, cuando estaba flatulento y de mal humor y un agrio sabor en la boca no se le borraba con nada, solicitó a las autoridades la exhumación del cadáver de su amada.  Testigos afirman que Lissy no había sido mordida por el gusano, que sus cabellos eran hermosos, aún más hermosos. Y todo estuvo bien, aunque luego comprobaron con desolación que los poemas guardados se habían borrado. O casi.

 Serial musa

 No se ha establecido con precisión cual fue la mejor de las musas. Sin embargo parece haber bastantes elementos para establecer que la rusa Lou Andreas Salomé fue la que desarrolló la técnica más refinada. No por nada ocupa lugar de honor en el salón de la fama como serial-musa al haber anotado con tres peces gordos del intelecto como Nietzsche, Rilke y Freud. Y en los intervalos arrasó con varios genios serie B, entre los que se encuentra el inquietante Victor Tausk. No hay duda que era una tipa inteligente: cuando se enteró del suicidio de Tausk dijo: “su muerte debió ser el voluptuoso coronamiento de ser a la vez agresor y víctima”. En 1882 consiguió que el filósofo Paul Rée y Nietzsche posasen para una foto donde ellos eran los bueyes de una carreta y ella agitaba el látigo. Para Lou el teorema del amor tenía forma de triángulo. De esa manera podía, luego de convencerlos de lo convergente de sus destinos, alternar el flujo de sus favores. Siempre conservaba a sus amantes en estado de alerta (erótica e intelectual), hasta que finalmente aprendieran que nada, nunca, es seguro en esta vida. Hasta que entendiesen que el sentido de las musas no es la rutina de la fidelidad, sino el inagotable resplandor de un breve encuentro. Y al final todos expresaron de una u otra manera el hecho (o coincidencia) que después de toparse con la rusa realizaron obras mayores. Poul Bjerre es el que mejor la retrata: “Lou tenía el talento de penetrar la mente del hombre que amaba. Su enorme concentración incendiaba el fuego intelectual de su pareja. Nietzsche tenía razón cuando afirmó que en el fondo era una mujer mala. Mala, claro, en el sentido que le daba Goethe: algo peligroso que genera lo positivo. Lo luminoso que necesita de lo oscuro para que el resplandor encuentre su nutriente. Ella era un catalizador que activaba los procesos mentales de sus amantes. Su presencia era excitante. Uno crecía en su presencia”. ¿Alguna otra musa ha merecido palabras más altas?

 Nada soy sin tu cariño

Modigliani está seguramente entre los artistas con más éxito con las mujeres. Y sus relaciones son leyenda. Uno de sus logros más conocidos en el arte cortés fue compartir durante algún tiempo el lecho con la escritora sudafricana Beatrice Hastings (que previamente había seducido a Katherine Mansfield). Modigliani era entusiasta del hashish y de casi todos los licores conocidos y, cierta hermosa mañana de julio, lanzó por la ventana a la excesiva Betty. Afortunadamente la narradora cayó sobre un maciso de flores. Luego, en 1907, conocería a la tierna Jeanne Hébuterne, de tan sólo 19 años. Dividieron en dos el vino y el pan baguette, aunque Modigliani solía impacientarse con la limitada actividad cerebral de su musa. Pero ese insignificante defecto lo compensaba con una absoluta fidelidad y, en el ranking ocupa el puesto de la más leal de las musas. En realidad llevó su empeño hasta un punto escasamente aceptable para los lineamientos del naciente  movimiento feminista. Dos días después de que Amedeo Modigliani falleciera de tuberculosis -el 24 de enero de 1920 (a los 36 años)-, Jeanne se lanzó al vacío con su hijo en el vientre.

 Pan con huevos fritos tratando de sodomizar

Helena Deluvina Diakonovna, más conocida como Gala, fue sin lugar a dudas la más detestada de las musas. Detestada por el público, claro, pero no cabe duda que fue una de las musas con mayor conciencia profesional y, si hemos de fiarnos de las cifras, la más eficiente de la historia. Se cuenta que encerraba con llave a su artista hasta que este chiflado hubiese dado la última pincelada a la mercadería. Pero a pesar de no ser bella, es evidente que podía ser absolutamente hechicera. Su primer marido, el poeta Paul Eluard, la describe como una rusa de piel oscura que olía a humo, que era famosa por su infalible lectura del Tarot, y que tenía una mirada capaz de taladrar un cadáver exquisito. Por otro lado su inquietud erótica alcanzó niveles mitológicos. Es muy conocida la historia de que su compromiso matrimonial con Eluard se vio amenizado por descarados affaires con de Chirico y Max Ernst. Este último se fue a vivir con la pareja con la anuencia de Eluard que, con imposible elegancia, declaró: quiero mucho a mi mujer, pero quiero más a mi amigo. Luego, cuando fueron a visitar a Dalí a Cadaqués, vieron pasmados al joven catalán -con las axilas ensangrentadas y el cuerpo cubierto de mierda de cabra- realizar una insólita danza de apareamiento para impresionar a la señora Eluard. Y el asunto funcionó. En ese momento la musa más codiciosa del mundo encontró a su alma gemela. Y ambos conquistaron el mundo. Y tal vez hasta fueron felices. Aunque lo cierto es que los años finales estuvieron teñidos por el fraude artístico y por la patética voracidad sexual de Gala,  siempre a la caza de jovencitos lo suficientemente desesperados para incursionar en su correosa humanidad.

 ¿Qué será de mi andina y dulce Rita?

Es curioso que los peruanos amen el chisme pero no las biografías. Los anglosajones, en cambio, aman el chisme, pero también las biografías. Y entonces si hemos de fiarnos de los escasos datos recogidos, Cesar Vallejo nunca logró que alguna de sus varias mujeres se alzasen demasiado por encima de la tierra. Está claro que la francesa Georgette Phillippart estuvo fuertemente unida a él y a su destino, pero esa unión no parece haber sido demasiado emocionante para el único genio de la poesía latinoamericana. Según Georgette, su marido era un tipo seco, ensimismado. En cierta ocasión le confesó a alguien que un día, al contemplar emocionada como su poeta se sumergía en uno de sus escritos, se acercó y le hizo una caricia que éste, con rápido gesto,  rechazó indignado. Claro que hay también abundante evidencia sobre la poco grata personalidad de Georgette (a la que Vallejo a veces se refería como “mi Gillette”). Lo cierto es que hasta donde se sabe el Vallejo joven era poco propenso a mezclar la pasión artística con la amorosa en el entorno de la realidad. Lo que ha quedado en los anales es que en 1918 tuvo turbulentos amores con Otilia Villanueva a la que, se conjetura, dejó embarazada. Antes, en su territorio norteño, se enfermó con el dulce mal a causa de Rosa Cuadra. Y, mucho antes, cuando Vallejo todavía no sabía que era Vallejo, una hermosa vecina le sonrió varias veces en su Santiago De Chuco natal. ¿Qué habrá sido de ella?

 Una interminable conversación

Ford Madox Ford aseguraba que el verdadero sentido del matrimonio es continuar una buena conversación. Y si alguien lo duda que eche un vistazo a la historia de una de las más celebres parejas del siglo XX. Todo ocurrió una fresca noche de mayo de 1968 cuando John Lennon decidió aprovechar la ausencia de su mujer Cynthia y llamó por teléfono a una artista conceptual que le habían presentado en una galería. Es universalmente conocido que los músicos de rock tienen más mujeres a su disposición que los futbolistas, los astronautas y hasta los actores de cine. Pero, por desgracia, las groupies suelen inmolarse en un estado de aturdimiento que no favorece su elocuencia. Es por eso que el más grande rock star de todos los tiempos quedó gratamente impresionado por  una charla que iba de Duchamp a la música de John Cage. Llevados por el flujo químico Lennon le hizo escuchar grabaciones de sus inicios, cuando cada cosa que hacía era sólo música. Luego, deslizándose por lo previsible, ambos decidieron encaminarse hacia un espacio algo más íntimo, e inmediatamente empezaron a componer “Unfinished music # 1: Two virgins”. Y cuando las primeras luces del día empezaron a encender el horizonte, se entregaron a una minuciosa relación carnal. El amor sólo se hizo presente al momento de despertar, cuando John Lennon se dio cuenta que finalmente había ocurrido el milagro: ¡Existe la soul mate, el amor de mi vida, la chica exacta para convocar a los periodistas! Por desgracia ningún personaje público se pertenece a sí mismo por completo y Yoko se convirtió rápidamente en la segunda musa más odiada de la historia (por los fans, claro). Los quejosos denunciaban un desenfrenado apetito por la figuración; los esteticistas señalaban el esmirriado culito que se exhibió varias veces en nombre de la paz mundial; los fieles devotos la culparon por  la disolución de los Beatles. Afortunadamente para la mitología Mark David Chapman se apresuró a disparar contra Lennon y éste subió como un meteoro a ocupar su lugar de semidios en la imaginación popular. Y su musa se quedó en la tierra, asolada por el tiempo, preguntándose tal vez si ser musa es algo que realmente vale la pena.

 

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