Tomás Eloy Martínez

La belleza de la eficiencia

 

Tomás Eloy Martínez, célebre por su novela Santa Evita, ganó los 175 mil dólares  del Premio Alfaguara de novela 2002 con El vuelo de la reina, en la que funde  con astuta ingeniería las pasiones del poder y del amor.

 

Por Oswaldo Chanove

Esta es la historia de una obsesión. O tal vez es la historia de un gran amor. Una obsesión puede parecerse al amor.  Los puristas dirían que no es amor, que la obsesión está garabateada por signos laberínticos, que al amor lo arrastra un ángel, y que a la obsesión la conduce un demonio frenético. Pero que tire la primera piedra el que sepa lo qué es el amor verdadero. La anécdota de El vuelo de la reina trata de cómo un poderoso periodista ya mayor seduce a una joven y talentosa principiante. El argumento avanza siguiendo la manera en que el sexagenario demuestra que su poder no tiene límites, y que a su lado ella puede subir todos los escalones del éxito. Juntos viven entonces momentos de gran intensidad. La mujer llega rápidamente a la cima, y él permanece con la vista fija, afanoso, dejando a un lado a su legítima esposa e, incluso, a sus dos hijas gemelas, una de las cuales agoniza. Nada importa para él, sólo su pasión por esa joven que, al sonreír, muestra una franja de las encías. Pero cuando ésta finalmente llega a su límite y pretende alejarse de él se alcanza un clímax, se da inicio a una auténtica cacería. Provisto de un potente telescopio  el curtido hombre de prensa se aposta cada noche en la ventana para espiar el dormitorio del objeto de su deseo. Elucubrando, argumentando, diseñando una respuesta definitiva.  Listo para clavar la última palabra.

El argumento no es en realidad demasiado original. Recuerda inmediatamente a sus precedentes clásicos: la historia de Carmen en la novela homónima de Prosper Mérimée, y la de Lola Lola o Rosa en El ángel azul de Heinrich Mann. Los excesos de su evolución parecen incluso plagiados de algún melodrama televisivo, o, en el mejor de los casos, de la ya agotada cantera del realismo mágico. Pero esta es una novela bastante buena, que atrapa la atención, que estimula. Lo que la hace estimable es el estilo preciso, funcional, que se mantiene en control sobre la delirante confusión del personaje central.  Y, principalmente, lo que motoriza las páginas entre nuestro dedos no es la eventual revelación de las resonancias de un trauma de la infancia, o los fragosos detalles de una vida sexual afiebrada, ni siquiera el mar de fondo de eventos políticos recientes, entre los que cualquier lector descubre las andanzas del tramposo Menen, no, lo que hace desplazarse a ritmo sostenida a  esta laureada novela es la astuta estructura de relojería, que nos va racionando las secuencias hasta llevarnos al irónico final, inevitablemente latinoamericano.  El oficio de Tomás Eloy Martínez se exhibe aquí con frialdad, equilibrio, y con una eficacia de atleta.

 

Una vida hecha en las salas de redacción

Tomás Eloy Martínez nació en Tucumán, Argentina, en 1934. Desde temprana edad se dedicó al periodismo, aprovechando que su familia era propietaria del treinta por ciento de un diario regional que llegó a ser el más importante de la zona. Luego sería sucesivamente redactor de La Nación, del semanario Primera Plana, antes de pasar a dirigir la revista Panorama. Fue también parte del equipo que fundó el diario Página 12, y luego avanzó hacia la televisión, al frente de un importante noticiero. En 1975 su vida dio un giro radical cuando el siniestro López Rega ordenó su ejecución sumaria. Sólo gracias a una intensiva movilización de fotógrafos y embajadas consiguió escapar rumbo al exilio. Vivió entonces en Venezuela hasta 1983, donde continuó sus actividades en medios de prensa. Pero Tomás Eloy Martínez no era sólo un buen periodista sino que, simultáneamente, no descuidaba sus proyectos literarios. Su presencia en el mundo de las letras fue creciente hasta que en 1995, con su aclamada novela Santa evita (1995), -que según confiesa el autor avergonzado llegó a traducirse a más idiomas que la obra de Borges-, consiguió ubicarse en la primera fila de la narrativa latinoamericana.  Para Eloy Martínez forma parte en la actualidad de la Fundación Nuevo Periodismo, que preside Gabriel García Márquez, y es frecuente colaborador del New York Times. También es Director del Programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University, en New Jersey.

 

Uno y el otro

Uno de los temas que fluye con enigmática persistencia en El vuelo de la reina es el viejo asunto de la dualidad. En cierto modo todo ocurre dos veces en la novela. Luego de leer los primeros capítulos el lector tiene la sensación que hay dos personajes femeninos, pero el engranaje de los juegos temporales pronto nos revela que esos dos son en realidad uno. Más tarde, y ya en el centro mismo de la intriga pasional, se sabe que el punto débil de aquel hombre todopoderoso es un trauma de su infancia, que se originó con el rechazo y la fuga de su madre.  Esta, aparentemente perdida para siempre, se desdobla para revelarnos el lado oscuro de la dualidad, los sucios resortes del inconsciente.  Hacia la mitad de la novela nos enteramos que, sin que venga mayormente al caso, la historia principal en la que estamos embarcados sucede también en Brasil, y con una desconcertante paridad de identidades. Los dos lados de una misma cara se plantean aquí entonces no como lo elemental que despliega sus complejidades, sino como la ominosa imperfección de la unidad, como el pecado inherente en toda certeza, en toda convicción, en toda estabilidad. El autor pretende incluso llevar el asunto a un nivel teológico, cuando desliza que el libro que está escribiendo Reina Remis, la joven periodista, se centra en la idea de que no hubo un solo Jesucristo, sino dos, y que ambos hicieron milagros y llevaron el mensaje divino, y que ambos fueron crucificados, aunque sólo uno logro imponer su existencia gracias a los accidentes de la información, del lenguaje escrito. Incluso el asunto del voyeurismo del protagonista, puede entronizarse en la idea del dualismo. El voyeurista está obsesionado por reinventar al objeto de su mirada, por hacerla uno con sí mismo, por integrarla, asimilarla, destruir su otredad.

Todo esto hace que El vuelo de la reina resulte una novela bastante convincente, con un adecuado equilibrio entre ambición y logro; aunque tal vez algo se pierde en un trato tan calculador de las palabras. Esto es especialmente evidente en las escasamente húmedas escenas de erotismo, y en el diseño de los personajes que, si bien resultan interesantes, no logran conmovernos, no nos provocan un conflicto con su drama de atormentado predador y de víctima incauta.  Pero sin duda este perfil bajo emocional estaba entre los objetivos del autor, que alguna vez citó a Borges diciendo que la simplicidad es la búsqueda de la lucidez, y que el lenguaje no es belleza sino eficiencia.

 

 

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