El Hombre Que Sabía Demasiado
Hay cierta hora en que es imperativo empezar a hablar. Es una hora en que las venas que irrigan el rostro se dilatan y adquieren una intensa coloración.
El mundo está sembrado de peligros.
Los muchachos avanzan por entre las hortalizas y, de pronto, el pie derecho se posa alegremente en el lugar exacto (oh, destino) y estalla.
En una época un sujeto solía afirmar que un amor insensato había sido la razón de su éxito. Era un tipo huesudo que había congelado una expresión en su rostro. Era como sí a los 18 años hubiese cortado por la mitad un limón jugoso, y lo hubiese chupado con insoportable tenacidad hasta el mismísimo día de su velorio.
No es fácil entender como un amor insensato puede impulsar la vida hasta niveles imprevisibles. El individuo contaba su historia mientras sorbía de una copa de pisco de uva, presuntamente auténtico.
Hay gente que está sentada frente al televisor y, de pronto, sufre una pequeña metamorfosis.
Sus huesos, antiguamente orgullosos como reglas, se curvan, de la misma manera que un campo de maíz atacado por el diluvio universal.
Sus vísceras, otrora sobradamente dignas, se vuelven grises, venenosas.
O, tal vez, algo ocurre: una usina nuclear se pone en marcha en el músculo cardíaco. Una feroz llamarada pone en acción los bulbos enterrados y los enerva, les indica el camino hacia lo alto, hacia la peligrosa extensión del Espacio Exterior.
Conquistar o ser conquistado.
Es la rutina dispuesta por los fastidiosos ciclos de la especie humana.
Siempre hay algo de cruento en la belleza.
-¿Has escuchado?