Carson McCullers

El corazón es un freak solitario

 Tres incidentes han vuelto a traer a Carson McCullers a la notoriedad. En el primero la editora cultural del Le Monde decidió irrumpir agresivamente en territorio norteamericano (Carson McCullers: A Life Carson McCullers: by Josyane Savigneau, Houghton Mifflin) para rescatar a la escritora sureña de las supuestas garras puritanas. En el segundo la Library of America ha reunido sus cinco novelas (Carson McCullers Complete Novels Carlos L. Dew, editor), y finalmente acaban de conmemorarse los 85 años de su nacimiento.

 Por Oswaldo Chanove

Carson McCullers, una de las mejores escritoras norteamericanas de todos los tiempos, nació bajo el influjo de una rara y fulgurante estrella. Lo esencial de su obra fue escrito en pocos años, en un impresionante ataque de fiebre creativa. Su vida fue, por otro lado, intensa y dramática y caló hondo hasta alcanzar niveles de leyenda. Representante emblemática de una tendencia importante en la literatura de los estados del sur americano, Carson McCullers fue una escritora que retrató a seres rotos en la imperfecta maquinaria de las relaciones humanas, en la siempre perdida batalla del amor. Pero no fue el viejo tema de la soledad y la tristeza la que la hizo terriblemente famosa a los 23 años. Poco después de aparecer El corazón es un cazador solitario (1940) se estableció como una sólida presencia en la literatura internacional, gracias al indudable talento con el que reformuló ese universo en claroscuro del sur de los Estados Unidos, y gracias a la espectacular sucesión de obras que confirmaron las promesas de su debut. Los caracteres fuertemente contrastados de sus primeras e impactantes novelas sedujeron a lectores y críticos al estar diseñados sobre una prosa funcional, eficiente, que dejaba mucho espacio para la imaginación. El tema central que fluye subterráneo en su obra -el desasosiego de la incomunicación-  que ella planteó por primera vez en la literatura de su país, caló hondo en la conciencia de sus lectores, y en los años siguientes fue retomado hasta la saturación por otros escritores.

 Muñequita de trapo

Los que la conocieron dicen que Carson McCullers, nacida en 1917 como Lula Smith, en Columbus, Georgia, fue una de esas niñas eternas, uno de esos seres mal crecidos que vagan por el mundo tratando de encontrar su lugar. Era a la vez huraña y franca, esquiva y sinvergüenza, y con su cabello torpemente recortado coronando su largas piernas tenía la belleza de los bichos raros, de esos que parecen haber sido forzados a ver algo que los demás no se atreven a mirar. Era una mujer que ejercía un extraño atractivo, que imponía el deseo o la obligación de tocarla, de alisarle el cabello, de mimarla. Pero era también una mujer que deslumbraba por su gran capacidad de trabajo, por su inmenso apetito de experiencias, por un talento contundente y veloz propio de los tiradores de  élite. A los diez años anunció que sería concertista de piano. A los quince cambió de opinión y declaró que lo dejaba todo por la literatura y se dedicó a leer a Dostoyevsky. A los dieciséis ya tenía pulida y mecanografiada  su primera obra. Y a los diecinueve daba el primer paso en su vertiginosa carrera publicando un relato en Story magazine. Fue una niña prodigio pero, como suele ocurrir en esos casos, su exuberancia se reveló también en su vida, y aquí de  una manera mucho menos armónica que en su literatura. Se casó a los 20 con John Reeves McCullers, también sureño y también escritor, y ambos iniciaron una relación tormentosa rociada de gin con naranjada, de feroces peleas en medio de la calle, de intentos de suicidio en habitaciones de hotel. Sus escapadas bisexuales provocaron más de un escándalo en una sociedad puritana que la acusó de patológicamente adicta al protagonismo. Lo curioso del asunto es que esta vida llena de exabruptos no fue llevada por alguien vigoroso como un caballo, por una de esas fuerzas de la naturaleza que llenan los anales de la bohemia. Carson McCuller fue una mujer increíblemente frágil. Toda su vida estuvo acosada por las enfermedades, y los últimos años de su existencia los pasó en una silla de ruedas, agobiada por la parálisis y el tratamiento a un cáncer al pecho. Murió a los cincuenta años, en 1967, luego de una larga agonía.

 Inocente con las manos vacías

Cuando a principios del 2001 se publicó la versión en inglés de Carson McCullers: A Life, escrita por Josyane Savigneau, la aclamada biógrafa de Marguerite Yourcenar y editora de Le Monde, muchos críticos norteamericanos acusaron a la francesa de intentar un romántico rescate de la McCullers. Un inseguro esfuerzo, según el prestigioso The Atlantic Monthly, que dedicaba demasiado espacio a tratar de desprestigiar el supuestamente puritano trabajo de Virginia Spencer Carr, (The Lonely Hunter,1975). Pero de ese debate, más allá de los hechos anecdóticos, y de si Carson McCullers era una mujer insoportablemente engreída, o sólo un espíritu descontrolado por terriblemente sensible, queda la revaloración de una obra de indudable valor, y que parece estar soportando bastante bien el juicio del tiempo.

Para la Savigneau la novela corta Reflejos sobre un ojo dorado (1941)es la obra maestra de la sureña. “Es la más provocativa, la más controlada, la más serenamente despiadada”. Y ciertamente esta historia -ambientada en un cuartel del ejercito americano, y que fue ampliamente difundida entre nosotros gracias a una barata edición de la editorial Oveja Negra-, impresiona por su desquiciante argumento, donde lo salvaje, lo inocente, lo que no responde a la lógica de los códigos civilizados, irrumpe provocando una danza de eros y tánatos. Esta parábola de bullentes y de oscuras pulsiones sexuales fue llevada al cine por John Huston, con Marlon Brando y Elisabeth Taylor en los papeles protagónicos.

La audiencia norteamericana, en cambio, parece preferir El corazón es un cazador solitario (1940) que trata de la respuesta de una niña incapaz de acceder al efecto benéfico del amor en su sentido más amplio, atrapada en el aislamiento de su condición de sordomuda. Pero más allá del impactante motivo del ansia de comunicación, algunos críticos han lamentado la falta de sutileza que demuestra la escritora con su predilección por personajes subnormales, hasta esperpénticos. Esta preferencia por lo deforme, por lo irregular, alcanza seguramente su punto más llamativo en La Balada del café triste (1952), también llevada al cine. En esta novela muchos han querido ver una metáfora del universo sureño, no sólo por la atmósfera irreal, sino también por el flagrante arcaísmo y crueldad de su tradición. Detrás del desconcertante y desigual triángulo amoroso subyace la presencia del llamado chain gang's song, el grupo de presidiarios encadenados que entonan tristes cantos mientras realizan trabajos forzados. Con ácida intención parece sugerir que la integración y fraternidad entre blancos y negros se da únicamente cuando éstos han sido legalmente separados de la sociedad, y cuando han sido sometidos a una obligatoria fraternidad que se consagra en las voces del coro. La música, la descripción de escenas musicales para alcanzar el clímax en un relato es algo que seguramente se origina en su temprana formación musical. En Sojourner, un logrado cuento corto sobre lo inevitablemente transitorio de la condición humana, evade también una escena de gran tensión emotiva dedicando largas líneas a la descripción de un preludio y fuga de Bach.

Repasando la obra de Carson McCullers se puede concluir que tuvo pocos años buenos para crear su obra, y estos años fueron básicamente inflamados por su juventud. Pero la mirada panorámica que nos ofrece el tiempo y el creciente interés por la autora nos permite creer que esa temporada de esplendor creativo fue sin duda suficiente para que esa mujer insatisfecha pudiese trascender su trágico destino y, tal vez, hasta dar algo de sentido a la doliente imagen que arrastró hacia el final, justo antes de ser enterrada a un costado del río Huston.

 

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