En Arequipa yo tenía que recorrer cada día una línea que unía dos puntos. Uno de esos puntos era el lugar donde estaba mi almohada, en el otro había una mesa. Sobre la mesa había un trago. En torno al trago estaban los patas del alma.

Al recorrer esa línea yo miraba a derecha a izquierda, arriba y abajo, y me sumergía en tortuosas callejuelas hasta que ante mis ojos se extendía el puente Bolognesi. Siempre he pensado que el puente Bolognesi es algo que me gustaría llevarme a la tumba. Bajo el puente Bolognesi yo miraba el río Chili. Más allá, por encima del perfil de las viejas casonas que trepaban la pendiente hacia la Plaza de Armas, estaban las torres de la Catedral. No estoy seguro que me gustaría llevarme la catedral a la tumba. Tal vez sólo una losa del mármol de la entrada. O la vieja llave de la puerta. O el copón con las hostias consagradas.

         
         
         
         
       
         
         
         
 
   
         

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