Anthropological Work In Perú
El Cusco es una ciudad intensa.
Al deambular por las callejuelas con antiguos muros de piedra y luego desembocar en la hermosa plaza de armas con sus dos templos imponentes, uno empieza a entender una vez más que la historia no está resuelta. Que esa ciudad está desbalanceada. Uno siente que penetrar el Cusco es como acostarse con una mujer que suda las pesadillas de sus intrincados tiempos con otros hombres, no siempre deseados.
En el Cusco los investigadores sociales tienen dificultades a la hora de diseñar la trama que disipe la confusión. Tragedia, melodrama, o la recurrente secuencia de la maldita historia de siempre.
Sin embargo los valles inmediatos a la ciudad cantan otra canción. Valles cercados por montañas de formas triangulares. Verdes verduras mojadas por el agua purísima que resbala sobre el oscuro lomo de las piedras más emotivas del mundo. Y los pueblitos, habitados por los harapientos descendientes de los incas que cultivan hortalizas, pacíficamente, bajo un sol quemante y blanco y maravillosamente indiferente. Pueblitos con sus iglesias primorosamente trabajadas, con sus reliquias a punto de ser saqueadas, y sus complejos arqueológicos para recorrerlos sudando la gota gorda.
Pero todo este bucólico territorio no sería más que un simple mundo maravilloso si no fuese por la tribu de los salvajes hombres que, rejuvenecidos, se arrancaron del ambiente Windows y volaron cuatro mil leguas sobre plena mar coreando arcaicos temas del Rhythm & Blues. En busca de la magia. Y de la nívea exaltación de la cocaína.
Desde las grandes capitales del mundo parten los Boeing cargados con gente ansiosa de una experiencia elemental. "El asunto que llena el cuerpo y llena el espíritu", como dice un mugroso melenudo de la calle Procuradores.
-Un lugar de buenas vibraciones -como repiten, incansables, los filósofos imperiales.
-Un balneario del alma -como escribió un bardo uruguayo.
Y entonces todo el mundo está en el Cusco, tomándose un trago en el Enterprise antes de ponerse a bailar.