Qué Tal Si Salimos Todos A Bailar III
El lugar estaba bastante lleno. El diafragma de los altoparlantes bombeaba vigorosamente.
En el centro de la pista de baile se agitaba una chica relativamente joven y de pelo muy corto. Exigía al máximo la capacidad de respuesta de sus miembros. Cuando había trepado al pico más alto de su ritmo exaltado se detenía bruscamente. Quedaba inmóvil: achinaba los ojos en una sonrisa inesperadamente infantil, incluso dulce. Era una muchacha bajita y de caderas angostas. Debajo del polo se advertían unos pechos que cualquier novelista del siglo pasado calificaría sin dilación de turgentes.
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Hacia el lado derecho del oscuro ambiente, contra la pared, tres hijas del país se divertían sincronizando movimientos. La de más baja estatura había adornado cada dedo de sus manos con anillos de plata. Era la única que mantenía los ojos cerrados. Agitaba salvajemente la cabeza hasta que, inspirada, con un movimiento brusco, apuntaba su nariz victoriosa hacia un lugar más arriba del techo, dejando que su mal cortada cabellera pendiese sobre la oscuridad. Las otras la miraban de reojo, tratando de calcar los pasos. Eran adolescentes y competían por enriquecerse con direcciones, datos y señas de los principales continentes. La de los anillos se atrevía incluso a exhibir una expresión soberana, por momentos hasta desafiante -a pesar de los ojos ausentes-, que delataba ese viejo apetito que conduce al placer instantáneo, y luego, necesariamente, a la ruina.
Bailaban, hombro contra hombro, intentando figuras.
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En el extremo de la barra, con un chusco bolígrafo entre los dedos, Memo recibía los billetes y rellenaba las notas de venta sin mirar jamás a la clientela. Como casi todos los miembros de su generación llevaba el cabello muy corto; en ciertas partes el paso de la navaja había dejado una sombra oscura contra la sanguínea oscuridad de su piel. Sus pómulos se encendían con un círculo colorado, emblema distintivo de los serranos. Sin embargo el perfil de líneas rectas que le dictó su cóctel de genes sugería una personalidad seca y firme. Quizá inescrutable. Esto había impresionado a una gringa de mirada cautelosa. Una chica bonita que llegaba cada noche y se acercaba con pasos cortos, disfrazados. Y Memo la acariciaba indiferente, poderoso, criminal.
Ella se llamaba Evelyn. Podría haberse llamado Donna.
O Katja.
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Katja era una gigante. Pero era la reina del reino de las gigantes. Tal vez medía dos metros, pero eran dos metros llenos de amor. Iba por el mundo buscando al hombre de su vida. Alguien que le enseñase las cosas importantes. Aún si ése sólo se alzase ocho centímetros por encima del metro cincuenta.
Daban ganas de besarla.