¿Qué Tal Si Salimos Todos A Bailar? II

Sus ojos formaban una V perfecta. Parecía tener dientes afilados. Su nariz, a diferencia de la usual naricilla redonda, era también filosa. Sin duda provenía de algún mito oriental. Un demonio amarillo.

-Ya llegó la China.

No parecía cusqueña, pero ningún observador se atrevería a asegurar que era de otro lugar. Aparentemente consideraba a la alegría como un estado de ánimo obligatorio. Cada noche entraba y salía, patrullando sus dominios. Empezaba en el Kamikaze; seguía por el Ukukus; allanaba el Mamafrica; recalaba en el Up-Down y luego, como broche de oro, empujaba la puerta batiente del Enterprise.

Se cubría con un polo rojo gastado y muy ancho, que resbalaba constantemente sobre sus hombros. Si el polo hubiese cedido más abajo de la demarcación territorial hubiese mostrado una zona no desprovista de interés. Su risa era extremadamente valiosa.

*

Apareció un gringo que a pesar de la cordillera de los Andes seguía aferrado a su chaqueta de tweed. Era un inglés de pelo corto que vivía en la ciudad dedicado a escrutar los misterios de las grandes piedras. También había investigado a varias cusqueñas, con las que trajinaba por los pueblos de los alrededores.

Luego de verlo agotar tres o cuatro vasos de pisco, Manuel golpeó con la uña el vaso y preguntó:

-¿Esta noche no viene Doris?

El gringo le dedicó la insustituible sonrisa de explorador.

-Ustedes prefieren a las gringas. Nosotros a las cholitas -dijo suavemente.

Estimulado por la visión de un nuevo chorro que llenaba su vaso, continuó con la tesis:

-No es que sean más calientes. ¿Me entiendes? Eso es un cliché. ¿Me entiendes?

Tragó la mitad del pisco.

-A la hora del amor se pegan mucho.

-¿Son anatómicas? -bromeó Manuel.

El gringo meditó un instante acariciándose la barbilla con satisfacción.

-!Sí! -declaró, y soltó la carcajada típica del que se sorprende de que alguien lo entienda.

Sus dientes eran delgados, largos y amarillos.

-!Sí! -clamó, empujando los Marlboro con gesto cordial.

Manuel volvió a dirigir sus ojos forzosamente opacos hacia el fondo del salón que empezaba a cobrar vida. Y cuando se disponía a preparar el trago que un cliente reclamaba haciendo chasquear los dedos, el chistoso súbdito de la reina le punzó en las costillas con el extremo de su índice, largo, huesudo. Confesó:

-Me gusta su olor.

Parecía haber descubierto algo importante.

-A humo...

El olor a humo de las indias.