¿Qué Tal Si Salimos Todos A Bailar? I
Entre unos muchachos de aspecto universitario, replicando con gesto expansivo a sus compañeros, una joven europea lucía un ancho pantalón floreado que denunciaba su franca opinión sobre los principios generales de la estética. Había algo de brutal en sus pequeños ojos azules que combinaba admirablemente con un cuerpo de formas rudas y aglomeradas. Dejó el vaso de ron con coca cola al filo de la barra y, con inapelable gesto nacionalsocialista, irrumpió en medio de la pista de baile.
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Junto a la barra se estacionaban grupos de cuatro, de cinco y hasta de seis. Algunos habían viajado juntos desde sus puertos de origen. Otros simplemente se habían sonreído en el pasillo del hotel. O cuando trepaban entre las enigmáticas moles de la fortaleza de Sacsahuamán.
-¡Hi!
La complicidad del idioma común, de la piel, del código de señales, de la escasa tolerancia ante las bacterias.
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A pocos pasos se balanceaba rítmicamente otra gordita. Ésta, como insólito contrapunto, nos remitía al osito de peluche que uno podría mordisquear. Sudaba copiosamente como si estuviese disfrutando del amor. Parecía, sin embargo, que en cualquier momento iba a huir para esconderse debajo de un herrumbroso tractor, junto al granero, en Carolina del norte. Su rostro era muy pálido, limpio, sin pecas, a causa de un error de la naturaleza.
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Sólo era una noche como cualquier otra. La última para los que tenían ya cubierto MachuPicchu y partían a Lima a la mañana siguiente. La primera para otros. La de siempre para los que se habían quedado en el Cusco.